­Una de las obras más especiales vistas en una pinacoteca llena de ellas como el Museo Ruso es Espejo: la obra de Marc Chagall, una de las que componían Arte Ruso. De los iconos al siglo XX, la muestra anual con que el centro de la Tabacalera abría sus puertas, tenía hasta una pared para ella sola. No es, desde luego, un chagall mayor, de los más reconocidos, pero bastaba y sobraba para poder contemplar y disfrutar aquí, entre nosotros -¡al lado de Huelin y Las Delicias!- de uno de los artistas más trascendentales de los últimos siglos. Y ya lo avisó Vladimir Gusev, el director general de la casa madre, el Museo Ruso de San Petersburgo, durante el paseo de apertura del museo: una de las futuras exposiciones temporales estaría dedicada casi por entero al artista de Vítebsk. Ahora, sólo cinico muestras después, se cumple la promesa. Sí, Chagall en Málaga.

Googleen los siguientes títulos de cuadros del pintor ruso: Judío en rojo, Barrendero, Viejo barbero, Matadero, Amantes azules, El patio del abuelo, Padre y abuela, Paseo... Éstos son algunos de los inapelables argumentos de Chagall y sus contemporáneos, una temporal que, convendrán conmigo, podría ser la exposición del año en Málaga, sólo con la extraordinaria Mural. La energía hecha visible, de Jackson Pollock, en el Museo Picasso Málaga, como rival seria. Porque lo que se mostrará en las paredes de La Tabacalera son jalones de una carrera fundamental y de una visión de la vida que llegó a lo trascendente a partir de lo sencillo. Ya lo dijo el propio autor: «Mis manos eran demasiado suaves. Tenía que encontrar un oficio especial, un trabajo que no me obligara a alejarme del cielo y de las estrellas, que me permitiera descubrir el sentido de la vida». Se desconoce si, finalmente, encontró el significado de todo pero a fe que sus indagaciones le llevaron muy cerca.

Evgenya Petrova y Josef Kiblitsy, los comisarios de la exhibición, han seleccionado de los fondos de San Petersburgo -amén de préstamos de colecciones privadas rusas y europeas- «una excepcional muestra del trabajo de Chagall durante sus años parisinos, donde floreció como artistas, y los posteriores de retorno en Bielorrusia, poniendo su obra en relación [de ahí el y sus contemporáneos rusos del título] con la de otros grandes artistas judíos como Robert Falk, Nathan Altman o Vera Pestel y objetos de artesanía popular que ayudarán a evocar aquel mundo que la barbarie nazi borró del mapa», en palabras de los responsables de la exposición. Además del saludable empeño por contextualizar -aunque no nos engañemos: aquí la estrella absoluta será Chagall-, hay un esfuerzo por acercarnos al artista, a su mundo íntimo y cotidiano: los visitantes podrán ver en su integridad la reproducción de la habitación en Vítebsk, con todos sus objetos originales, y, así, acercarse a la obra pero también a la vida de un artista excepcionalmente humano.

Leit-motiv

«La dignidad del artista reside en su deber de mantener despierto el sentido de la maravilla en el mundo. En esta larga vigilia tiene que variar sus métodos de estimulación, pero también luchar contra una continua tendencia a dormir». Ése fue el leit-motiv confeso de un hombre que absorbió las corrientes, ismos y escuelas de su tiempo para componer un discurso artístico propio: su mirada a la realidad, siempre con la calidad de lo evocado, incluso de lo soñado, gracias a unos colores vívidos emocionantes -«Cuando Matisse muera, Chagall será el único pintor que comprenda qué es realmente el color», dijo Picasso-; en una época en la que la experimentación solía terminar en abstracción, Chagall se aferró, terco, a lo figurativo, a lo que, en sus propias palabras, estaba cerca de su corazón. Aunque siempre quiso, en sus propias palabras, que su trabajo «no fuera el sueño de una persona o de una comunidad -en su caso, la judía- sino de toda la humanidad»; de hecho, no tuvo reparos en pintar crucifixiones ni en aceptar encargos para iglesias católicas.

Aunque vivió y creó en grandes ciudades como París, Berlín y San Petersburgo, Marc Chagall siempre se definió como «un pequeño judío de Vitebsk». Él siempre será Moishe Segal (su nombre en yidish) y Movsha Jatskélevich Shagálov (en ruso). Vitebsk, en Bielorrusia, es la pequeña aldea que tanto aparece en sus cuadros, la que sobrevuelan parejas felices y enamoradas -«El amor es lo único que realmente me interesa», Chagall dixit- y donde se formó, en el seno de una familia hasídica, con la religión como una parte fundamental de su crecimiento; estudió en una jéder, en la que, además, le impartieron clases de violín: «La música y la religión desempeñaron un papel muy importante en mi mundo infantil y dejaron una profunda huella en mi arte, como todo lo que formaba parte de ese mundo». Allí convivió con las cabras y las vacas, los violinistas -él mismo también, por supuesto-, los rabinos, las costumbres judías y esas escenas que terminaron conformando el universo chagalliano, intransferible pero universal.

Así que Vitebsk fue su patria emocional, pero París, una ciudad igual de importante: «Mis cuadros, en Rusia, no tenían luz. Todo allá era marrón, gris. Al llegar a Francia, me conmovieron los matices de los colores. Sólo cuando llegué a París fui capaz de expresar mi alegría (...) Mi arte necesitaba a París como el árbol tiene necesidad de agua. No tenía otro motivo para abandonar mi patria, y creo que, en mis cuadros, siempre me mantuve fiel a ella», dejó escrito en sus memorias.

Las dos guerras mundiales marcaron su vida pero, sobre todo, lo hizo su matrimonio con Bella Rosenfeld. Bella y Marc son los amantes que sobrevuelan los tejados de ciudades y pueblos. Cuando ella murió, Chagall estuvo casi un año sin poder pintar, y cuando por fin pudo coger los pinceles, de ellos no salía nada luminoso, más bien al contrario. Pero en aquellos tristes momentos, a mediados de los años 40, se produjo la consolidación internacional del bielorruso: una retrospectiva del MoMA en 1946 le aupó al podio de los grandes maestros de la historia.

A su muerte, plácida, en una pequeña aldea como la que nació pero, eso sí, en la más afable Niza, Marc Chagall dejó un legado impresionante -y no sólo en los grandes formatos: como Picasso, fue un voraz experimentador en medios pequeños y artesanales como la cerámica, el relieve, el mosaico, los vitrales...-. Y no demasiado expuesto en España: en 2012 se mostraron 169 chagalls en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, la mayor retrospectiva en la historia de su arte. Marc Chagall y sus contemporáneos rusos no es, ni mucho menos, tan ambiciosa, pero, no les quepa la menor duda, los aficionados al arte de todo el mundo ya están planificando su viaje a Málaga.