El suyo es un legado que sólo podrán reconocer quienes contemplan el arte cinematográfico desde la perspectiva de la más absoluta independencia pues siempre concibió su trabajo artístico como un acto de rigurosa lealtad a sí mismo, a sus convicciones políticas, a su visión moral del mundo y a la imperiosa necesidad de generar profundos cambios en un cine herido de muerte por una suerte de populismo que, durante décadas, mantuvo al país en un estado perenne de subordinación política y de ignorancia. En su famoso ensayo Estética del hambre, inédito aún en España, resume y explica el ideario que inspiraría toda su obra.

Fue, además de un anarquista irredento, un luchador infatigable por la causa de la libertad de expresión en un país convulsionado por la irrefrenable codicia de sus gobernantes y por sus progresivos desequilibrios sociales, un luchador que también supo conjugar con originalidad y coraje la defensa de sus ideas con una admirable combatividad en el plano estético, creando un universo visual de una excepcional riqueza expresiva a través de una filmografía que desgraciadamente no sobrepasó los siete largometrajes y la media docena de cortos, razón que no le impidió, sin embargo, ganarse un lugar privilegiado en la historia grande del cine.

Excepto el paréntesis comprendido entre 1959 y 1961, en el que se dedicó exclusivamente a estudiar la carrera de derecho en la Universidad de Río, Glauber Rocha (Vitoria da Conquista, Bahía, 1938/Lisboa, 1981) consagró su corta pero muy intensa vida a escribir, producir y dirigir películas «porque me interesa muchísimo, decía, ya que se trata del arma más poderosa para concienciar a un pueblo sobre su identidad nacional». Ya fuera como director, como productor o como crítico su obra siempre estuvo marcada por el compromiso, a pesar de que nunca quiso que lo asociaran a ninguna sigla política y que cuestionó, en más de una ocasión, las presuntas bondades del realismo socialista que, por activa o por pasiva, tanto aireaban y practicaban las cinematografías de la Europa Oriental y algunos de sus colegas de la órbita latinoamericana, muchas de cuyas producciones, por cierto, se han visto seriamente erosionadas con el paso del tiempo.

Como máximo teórico del cinema nôvo, Rocha publicó, en 1963, un manifiesto titulado Revisión crítica del cine brasileño, donde, a la manera de los jóvenes críticos de la influyente revista francesa Cahiers du cinéma, propone un cine alejado de los esquemas narrativos de la producción comercial vigente y más vinculado con la realidad social y política que vivía el país, es decir, moldeando personajes y situaciones mucho más cercanos al contexto cultural de un Brasil profundamente hipotecado por las diferencias sociales y por los pronunciamientos militares que al falso optimismo que trasmitían las películas promovidas, directa o indirectamente, desde diversas áreas de influencia del viejo establishment.

En 1957, dos años antes de que Truffaut diera el pistoletazo de salida a la nouvelle vague con su inolvidable Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups), dando paso así a otro de los grandes movimientos cinematográficos de la posguerra, Rocha fundó su propia productora, la Lemanjá Films, bajo cuyo sello dirigió varios cortos y debutó en el largometraje con Barravento (1962), un bello filme, visiblemente influenciado por los planteamientos del neorrealismo italiano, en el que lo- gra pavimentar el terreno ideológico sobre el que discurrirían sus futuras producciones como director y productor. Ganadora del Premio a la Mejor Opera Prima en el Festival de Karlovy Vary, Barravento no es su mejor trabajo pero constituye un vigoroso testimonio de corte documentalista sobre la vida cotidiana de una comunidad de pescadores en un paupérrimo pueblo costero brasileño, que consiguió el aplauso unánime de la crítica del momento y que cimentó un estilo cinematográfico de una originalidad incuestionable.

Aunque hay quien sitúa el arranque del cinema nôvo brasileño en 1963, año en el que se estrenó en todo el mundo Dios y el diablo en la tierra del sol (Deus e o diablo na terra del sol), uno de los filmes más definitorios de la épica revolucionaria que inundó casi toda la obra de Rocha y la de muchos de sus epígonos, la mayoría de los historiadores sostienen que fue Terra em transe (1967) la que sentó las bases estéticas y las claves ideológicas del movimiento o, cuando menos, la que gozó de mayor prestigio internacional tras ser distinguida en el Festival de Cannes con la Palma de Oro y el Premio de la Fipresci (Federación Internacional de Prensa Cinematográfica). Se trata de una encendida metáfora política, situada en un país imaginario, cuya trama argumental no oculta en ningún momento sus referencias más que directas a un Brasil convulso y esperpéntico, sometido a la arbitrariedad y la codicia de su insaciable oligarquía.

Sea como fuere, lo cierto es que ambos filmes con sus aciertos y con sus excesos, con sus precisiones y desvaríos, contienen los elementos esenciales en los que se inspiró el desaparecido cineasta para lograr una de sus más profundas reivindicaciones: transformar el cine en una herramienta mucho más dúctil, creativa y revolucionaria de lo que era hasta entonces. En 1968, y tras el prestigio obtenido con sus dos primeros trabajos, rueda Antonio das Mortes, su primera experiencia con el cine en color y la película que mejor refleja sus aspiraciones de aglutinar en la pantalla elementos de la cultura popular brasileña con una severa denuncia del desolador escenario político del país.

Un año después, el Gobierno militar presidido por el mariscal Costa e Silva suspende todas las garantías constitucionales y Rocha elige la vía del exilio. En Zaire rueda, con capital italiano, Der leone sept cabeças y en España Cabezas cortadas, con Ricardo Muñoz Suay como productor y Paco Rabal, la recientemente fallecida Emma Cohen y el actor francés Pierre Clementi como protagonistas, un potentísimo ejercicio de ruptura narrativa con el que logra seducir hasta a sus más encarnizados detractores.

De vuelta a Brasil, filma su obra más ambiciosa y provocadora, A idade Da Terra (1980), una historia provista de una gran carga alegórica donde muestra, con una valentía inusitada, su visión acerca de la política neocolonialista como el origen de casi todos los infortunios de la sociedad brasileña. Vilipendiada por unos y exaltada hasta el delirio por otros, la filmografía de este extraño e inclasificable creador cinematográfico se fundamentaba en algo tan simple y tan complejo a un mismo tiempo como es la propia identidad nacional de la cultura brasileira, así como en otras aportaciones de carácter foráneo -ciertas facetas del cine de Eisenstein, el teatro de Bertold Brecht, el western clásico algunas experiencias formalistas de Jean-Luc Godard- que contribuyeron a potenciar su capacidad innata para combinar las influencias culturales más dispares con un lenguaje artístico de una expresividad y una elocuencia formidables.

Rocha buscaba, en resumidas cuentas, un lenguaje propio con el que poder cristalizar un universo que en nada se asemejaba al que reflejaban en sus películas los representantes de la gran industria -melodramas enfáticos y reaccionarios, musicales rudimentarios, thrillers sin conexión alguna con lo que sucedía en el país-. La suya era, en resumidas cuentas, una mirada que huía de la banalidad reinante para penetrar a fondo en esas zonas de la realidad que, por puro escapismo o por simple pereza intelectual, el cine comercial evitaba siempre transitar.