John Wayne no era precisamente Winston Churchill manejando las citas pero hay una frase suya que me acompaña: «Si nada es blanco o negro, por qué el infierno debería serlo». Para mí el infierno es otra cosa distinta, supongo, que para el El Duque, sin embargo todos padecemos algo que se podría catalogar como tal en algún momento de nuestra vida y mientras eso suceda me gusta pensar que su reflexión está cargada de buenas razones. Un tipo que se desenvolvía tan bien como él con el fuego algo tendría que saber, digo yo, sobre este tipo de asuntos.

El gran cowboy del cine era un maestro del asado. No sé si habrán oído hablar alguna vez de ello. Su hijo, Ethan, cuenta que el momento en que vivía realmente la vida era cuando en los descansos de los largos rodajes, en compañía de la familia y de los amigos, se ponía a asar unas chuletas o las grandes piezas que solía pescar. En casa tenía una gigantesca y sofisticada parrilla que utilizaba a diario siempre que las obligaciones de trabajo se lo permitían. En ella se encargaba de los monumentales porterhouse, de los T-bone o de cualquier otro tipo de carne. En la Columbia Británica, donde solía pasar las vacaciones, se unían los cangrejos y los salmones. En el Golfo de California, el pez espada. Seguro que han visto alguno foto de El Duque exhibiendo sus capturas.

Me ha hecho gracia volver a hojear el libro oficial familiar, John Wayne. Way to grill, dedicado a glosar la afición del patriarca y su maestría con las brasas. En sus 250 páginas se recogen anécdotas y recetas del arte parrillero, repartidas por varias secciones, entradas, filetes, hamburguesas, pollo, pescado y cerdo. Lo mejor son los trucos y el material gráfico. Su principal misión es describir los placeres simples, no hay largos ensayos, sólo miradas íntimas del hombre y de su familia. Tampoco hay listas de ingredientes exóticos o instrucciones exigentes, ni técnicas de cocción novedosas. Está todo lo que comía Wayne: su carromato de provisiones en la jerga del western. Es como imaginárselo de nuevo junto a Walter Brennan desempacando las West Texas strawberries, es decir las judías pintas; las dough gods o dioses de pasta, o sea las galletas; o los huevos de mofeta (skunk egg), o lo que significa lo mismo, las cebollas. Hay recetas de chuletones de vaquero salpicados con ajo, tomillo, pimienta roja y limón, para los que Wayne curiosamente utilizaba aceite de oliva. Y las condenadas alubias semidulces (baked beans), con tocino y carne de cerdo, azúcar moreno, tomate y melaza, cocinadas al horno. La plasmación genuina del carromato de provisiones: de la caravana que se dirige al Oeste. Ethan cuenta que su padre era un hombre de carne y patatas que también comía pescado, cerdo y pollo. La familia de Wayne revela los adobos del El Duque para el pollo a la tequila, las truchas de río con cítricos, el modo que tenía de cocinar el filet mignon, y en cada una de las preparaciones el toque personal, el truco, la pista definitiva para completar con éxito el asado. Como explica Ethan Wayne la parrilla no es un acto solitario. Al lado del fuego y de los amigos es fácil compartir historias, del mismo modo que junto a la hoguera. Si se dan cuenta, el legendario vaquero del celuloide no ha querido salirse jamás del plano que más éxito le reportó junto a John Ford, Howard Hawks y otros grandes maestros del western. La barbacoa, en su doble faceta gastronómica y social.

Porque hay que distinguir entre lo que se conoce por barbacoa sureña y la parrilla del jardín de casa. Ambos asuntos tienen poco que ver. La barbacoa es una carne marinada que se asa durante horas, a cierta distancia del fuego, hasta que adquiere su característico sabor ahumado. Los texanos utilizan un corte barato de la vaca, el brisket o pecho, que, junto a las salchichas de tripas, lo cuecen hasta doce horas con el fin de que obtenga ese inconfundible sabor ahumado. El olor en los locales donde se cocina lo impregna todo, de manera que si algún día coincide y deciden entrar en uno de ellos más vale que se prepare a convivir las horas siguientes con el perfume del ahumado. Ah, una de las características del brisket, por extraño que pudiera parecer, es que la carne se mantiene jugosa. El fuego lento suele ser lo más conveniente para doblegar las piezas menos tiernas de la vaca. En cuanto al cerdo, típico en los asadores de Carolina del Sur, los cortes que se utilizan en la barbacoa son costillas (pork back ribs), aguja (spareribs), costillar del lomo (country style) y tira de la espalda (shoulder). El marinado, aquí está la ciencia, depende del cocinero. La carne se mantiene todo un día entre hierbas, especias, limón, vinagre, etcétera. El resto es lograr un buen fuego con la mejor madera, nogal, roble, pacanero y vigilar el asado por espacio de ocho y diez horas. Lentamente, dándole vuelta, de modo que los cortes se impregnan y se ahuman en la parrilla. La barbacoa se acompaña de patatas fritas, mazorcas de maíz, ensalada de col (coleslow), aros fritos de cebolla y quingombó (okra) frito. Para aderezar, salsas de mostaza o vinagre. Aunque dependiendo del lugar, de un villorrio a otro, no cambia el paisaje pero sí la fórmula. En cualquiera de las vertientes del asado John Wayne era incluso mejor que ensillando para montar a caballo en aquellas películas inolvidables en las que el jinete se perdía en el horizonte.