­Tres décadas de terror, dolor y silencio en la Euskadi dominada por ETA han inspirado a Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) para dar una mirada narrativa a esa época de plomo con Patria (Tusquets), una novela de éxito, «antes que nada una construcción literaria». La banda ya no mata, pero Aramburu, escritor afincado en Alemania desde 1985, que ni quiere pasar página ni blanquear la historia de unos etarras vistos en su tierra con simpatía durante el final del franquismo aunque pronto se quitaron la máscara y mostraron sin tapujos una crueldad sin límites para combatir la democracia, ve en las recientes agresiones a dos guardias civiles en Alsasua que en el País Vasco persisten dos relatos opuestos de lo sucedido. La derrota literaria del terrorismo es uno de los objetivos de esta novela de 650 páginas sobre el cúmulo de desgracias de dos familias vascas, víctimas de un fanatismo surgido de un adoctrinamiento oficial regado con subvenciones públicas.

¿Revelan los últimos sucesos de Alsasua la ausencia de un relato que establezca con claridad quiénes han sido las víctimas y quiénes han sido los verdugos durante los 42 años en que ETA trató de imponer su ley en Euskadi?

No. Lo que revelan los sucesos de Alsasua es que persiste el odio y existen relatos opuestos, dependiendo asimismo de las opuestas convicciones ideológicas de quienes se expresan en público. Y luego están, como de costumbre, los salomónicos que ni se mojan ni se manchan.

ETA ha sido derrotada, pero aún queda pendiente su derrota literaria, ¿verdad?

La derrota literaria es la del relato; por tanto, la del traslado de los hechos del pasado a testimonios históricos, visuales, literarios o de cualquier otro tipo. Me parece una tarea de primer orden, encaminada a impedir la supremacía de una versión que glorifique a los agresores y blanquee la historia de ETA.

¿Llegará Bildu a condenar a ETA y a pedir perdón a las víctimas del terrorismo?

Intuyo que nada de eso se va a producir. Convendría hacerse a la idea para no ilusionarse con expectativas irreales y llevarse después el correspondiente desengaño.

¿Es Patria una crónica de la vida en Euskadi en los años ochenta y noventa del pasado siglo?

No exactamente. Patria cuenta episodios de gentes vascas. La trama se extiende a lo largo de tres décadas. Predomina el paisaje cotidiano, pese a lo cual esta es una de mis novelas más viajeras. El lector está en su derecho de hacer las extrapolaciones que considere convenientes, siempre y cuando no pierda de vista que se enfrenta a una ficción novelesca.

¿Podríamos llamarlo periodismo de ficción aunque eso sea un oxímoron?

El apelativo me parece desacertado. Los hechos que se narran en mi novela y las circunstancias en que tales hechos ocurren guardan similitud con tantas y tantas historias que sucedieron en la realidad, pero Patria no es de ningún modo un documento histórico ni una narración informativa. Es otra cosa. Es sobre todo una indagación humana y una mirada narrativa sobre nuestra época.

Usted novela unos hechos terribles, pero que son hechos al fin y al cabo que retratan una sociedad amedrentada, sin libertad para elegir sus propios actos. ¿Es así?

Cierto, pero también hay que tener en cuenta que una sociedad se amedrenta porque actúan en ella los amedrentadores, a los que se añaden los cómplices y los indiferentes.

Esa visión desgarradora de las familias desde dentro puede ser muy similar al de otras familias de cualquier otra parte, pero en su novela se ve traspasada por la coacción de los terroristas que impregna cada paso de los vascos. ¿No?

Exacto. La historia de terror que hemos sufrido afectó a todos, a unos más que a otros naturalmente y siempre con independencia de cómo se situó cada cual ante este fenómeno.

¿Tiene algún componente típicamente vasco Miren, la mujer que no paró de llorar la muerte de Franco y que acabó en defensora radical de unos terroristas que iban a liberar Euskal Herria al solidarizarse con un hijo, convertido en un etarra asesino del mejor amigo de su familia?

La señora Miren es un fruto de su tiempo y de su época, y acepta ahora unos amos como en épocas pasadas aceptó otros.

De su novela se desprende que ha habido escuelas de odio, iglesias de odio, tabernas de odio... ¿Ha sido inevitable esa generalizada campaña de odio sobrevenido?

Completamente. La aversión a España y lo español está muy arraigada en mi tierra natal.

¿Qué papel ha jugado el adoctrinamiento oficial, regado de subvenciones públicas, en esa abrumadora campaña que llegó a convertir a amigos íntimos en enemigos irreconciliables?

No me es posible por falta de datos cuantificar con rigor histórico el alcance del referido adoctrinamiento. Para mi trabajo literario me basta con saber que existió.

¿Hasta qué punto compartió usted la simpatía que generaba ETA cuando se creía que su meta era acabar con el franquismo?

Yo me crié en una ciudad a la que afectaron de lleno los diversos estados de excepción en las postrimerías del franquismo. La policía trataba con escasa delicadeza a los ciudadanos y en los conatos de manifestación disparaba con bala. En consecuencia, ETA suscitaba una innegable simpatía en la población. Se nos abrieron los ojos tiempo después, cuando vimos con cuánta crueldad la banda terrorista combatía la democracia.

¿Tiene todo eso algo que ver con el abandono de sus raíces para irse a vivir a Alemania?

Es que yo no he abandonado mis raíces. Lo que he hecho ha sido ampliar mi horizonte vital. Fueron la infancia y la juventud las que me abandonaron. En cambio, me ha sido dado conservar el motivo de mi residencia en Alemania, el amor.

¿Cuál es la gran lección que ha aprendido de sus vivencias en Euskadi y en Alemania?

Alemania, como todo el mundo sabe, tuvo un pasado atroz. Terminada la Segunda Guerra Mundial, los supervivientes trataron de rehacer sus vidas haciendo como que no había ocurrido nada. La siguiente generación, la de los años sesenta, les pidió cuentas. En la actualidad, no pasa un día sin que en algún canal de televisión no se muestren documentales sobre la época sangrienta del nazismo. En Euskadi, algunos postulan que se pase cuanto antes de página. Eso no va a ser posible.

¿Se hizo algo tan mal desde Madrid para provocar una actuación tan violenta como la protagonizada por ETA durante la Transición?

Este postulado es ingenuo. El tren de ETA ya había tomado velocidad en los principios de la Transición. Y un tren, como es sabido, no se detiene porque le pongan un ramo de flores en medio de la vía.

¿Qué le deslumbró en el entierro del senador Enrique Casas, en San Sebastián, en 1984?

Vi la inmediatez de la muerte de un hombre ocasionada por otro y vi que esa muerte comportaba una tremenda injusticia.

¿Por qué se opone usted de forma tan rotunda al creciente deseo entre los vascos de pasar página, de olvidar lo ocurrido en aquellos años de plomo?

Me temo que he sido mal interpretado. Soy yo el que no se permite a sí mismo pasar página.

¿Cómo debería ser ese espacio de la memoria que usted defiende donde acudan los ciudadanos a conocer su pasado?

Esta cuestión me parece de suma importancia. El espacio de la memoria debería consistir en un fondo testimonial lo más abundante y rico posible, de forma que los ciudadanos de ahora y del futuro no se vean privados de la ocasión de obtener conocimiento y de encontrar respuestas a sus posibles interrogantes.

¿Hace usted política con la literatura?

No directamente. Es más, propugno la literatura como un discurso independiente del político y crítico con él. No aspiro a alcanzar poder ninguno, no puedo permitirme la mentira ni la simplicidad, no pongo mi trabajo al servicio del programa electoral de nadie y defiendo mi derecho a errar y contradecirme. Claro está que en mis escritos trazo un dibujo de la sociedad de mi tiempo, dibujo que no complace a algunos, por lo que se sienten de vez en cuando autorizados a obsequiarme generosamente con algún que otro insulto.