Charles Maurice de Talleyrand-Périgord, príncipe de Benevento y ministro de Asuntos Exteriores de Napoleón, destacó por las ficciones enormes tejidas a su alrededor, por sus estupendas frases, la paternidad de Eugène Delacroix, según se dice el pintor era hijo biológico suyo, y el refinado gusto por la buena comida: en último caso la gran diplomacia de cocina y mantel que llegó a consolidar gracias a sus gloriosos cocineros. A Bouchet le pagaba lo mismo que al mejor de sus diplomáticos, y Carême cobraba lo de un ministro. Es conocida esta anécdota: asistía Talleyrand a un banquete y al probar el pavo que le sirvieron, exclamó: «¡Qué lástima! Estaría riquísimo si hubiera gozado de mejores compañías». El anfitrión le preguntó al cocinero que había pasado, y resultó que en el mismo horno del pavo habían asado también una pierna de cordero.

La mesa llena de viandas era para Tayllerand el mejor escenario de la diplomacia y también el lugar donde esgrimía algunas de las virtudes que dejaban asombrados a quienes la compartían con él. El problema era cuando a la mesa se sentaba su señora esposa. Se había casado con Catherine Grand, que no destacaba precisamente por su inteligencia. Él intentaba por todos los medios que no trascendiese, pero no siempre lo conseguía. Cuando el emperador, preocupado por las cualidades no sólo de las personas que tenía a su alrededor sino también de quienes les acompañaban, le preguntó a Talleyrand si la señora Grand era lo suficientemente inteligente, el ministro de Asuntos Exteriores respondió sin dudarlo: «Como una rosa».

Pero Catherine estaba muy lejos de parecerse a una lumbrera. En una cena que ofreció en casa al embajador de Gran Bretaña, sir George Robinson, Talleyrand, temiendo que su esposa dijera alguna que otra inconveniencia, trató de hacerle una serie de recomendaciones que ella prefirió no escuchar. «Sé quién es Sir Robinson, lo conozco perfectamente». Bueno, pues como lo tenía a su lado lo primero que le preguntó es si Viernes, el salvaje de la novela de Daniel Defoe, seguía aún a su servicio. Al gran diplomático bonapartista no le costó comprender que su mujer había confundido a Sir George Robinson con Robinson Crusoe. La anécdota puede que pertenezca, como tantas otras fabulaciones hiladas en torno a Talleyrand, a la ficción. Nunca lo sabremos, el caso es que ayuda a entender por qué el hábil diplomático acabó convirtiéndose en un cínico empedernido.

Ni siquiera el gran banquete que le ofreció en Viena el Príncipe de Ligne, tras la caída de Bonaparte, le distrajo del cinismo que arrastraba con menor disimulo que la cojera. El Príncipe de Ligne, hombre ilustrado, figura prominente del Siglo de las Luces, confidente de María Antonieta, había dedicado su talento a las armas y a las letras. Afortunadamente dejó lo suficientemente pronto las primeras para dedicarse a las segundas. Con ellas sedujo a algunos de los más grandes escritores, entre ellos a Goethe. Como, además, destacaba por su bondad, Charles-Joseph de Ligne se mostró encantado de coincidir en el Congreso de Viena con Tayllerand, que exhibía con desparpajo y suficiencia sus conocimientos en las reuniones del Hoffburg. Las frases brillantes le salían de la boca como a los chinos cuando se acompañan de palillos para comer los fideos.

El regalo que le hizo a al Príncipe de Benevento para agasajarlo pasó a los anales de la historia de los banquetes. Encargó para él capones de Brujas, pulardas de Campine, cordero de las Ardenas, ostras de Ostende, conejos de Estrasburgo, cabezas de cerdo procedentes de los mejores mercados alemanes, Alost, entre ellos; gambas de Anvers, y bacalao de Bakenberg. No había viandas mejores para presentar sobre una mesa y se sirvieron sobre finos manteles de Malinas, acompañadas de los mejores vinos y licores.

El Congreso de Viena se celebró entre el 1 de octubre de 1814 y el 9 de junio de 1815, presidido por Metternich, como una conferencia para restituir viejos derechas y fronteras. Las líneas geopolíticas que salieron de él fueron, en todo caso, menores a los placeres y bailes que disfrutaron los ilustres huéspedes de la capital imperial. Hasta el punto que sirvió para acuñar el título de una famosa opereta: El Congreso se divierte.

Antonin Carême, uno de los grandes cocineros legendarios en la historia de la gastronomía, consideraba a Tayllerand como el gastrónomo más entendido de todos los que trató. Por su parte, el Príncipe recomendaba a Carême, que gracias a ello logró hacerse hueco en las cocinas más importantes de la nobleza europea. Carême tenía entonces algo más de veinte años y sus maestros eran Laguipierre cocinero de Murat, y sobremanera, Bouchet, al servicio de Tayllerand.

Probablemente fue Bouchet, autor de la becada a la mostaza, el mismo que le cocinó por primera vez los caracoles de Borgoña beurrés, con mantequilla, chalotas, ajo y perejil, que pasaron a convertirse en uno de los platos con los que solía agasajar a sus invitados que los observaban inicialmente con estupor. Caracoles de viña hermosos, de Beaune, gros blancs y, también, sus pequeños parientes, petit gris, cocidos en caldos bien condimentados dentro de sus cáscaras para luego sacarlos y regresar a ellas en compañía de la mantequilla, el ajo y el perejil. Prueben con una gota de pastís o de anís, y luego al horno, diez minutos suficiente. No hacen falta tenacillas. Los franceses, en las ferias populares, los envuelven en servilletas de papel o en rebanadas de pan, para no quemarse ni pringarse con la grasa, y les asestan un hábil giro de palillo de manera que salen enteros de los caparazones directamente a la boca. Para beber, un borgoña blanco, seco, aligoté, o un ribeiro mismamente. Tayllerand los prefería a cualquier otra cosa. Y eran muchas las cosas.