Piedras preciosas, de Pablo Díaz, se presentó en el Festival de Teatro de Málaga en el Echegaray con Manuel Salas y Rafael Amargo. La obra cuenta un periodo de tiempo durante el que Jean Cocteau, el poeta, novelista, dramaturgo y pintor, residió en Marbella. Eran los años sesenta y el ambiente privilegiado de la ciudad, más abierta y moderna de lo normal que el resto de España, achatada por el oscurantismo de la época, atraía a intelectuales y artistas de todas partes. Una élite de juerguistas con dinero y nuevos ricos se codean con lo más granado y moderno de la cultura del momento.

En ese ambiente entretenido y libertino las fiestas se amenizan con el racial flamenco costasoleño. Y sus tablaos y boites colman las noches de desenfreno. Cocteau, que ya venía con fama turbulenta por su resoluta defensa de la condición homosexual, conoce a un joven bailaor de raza gitana. Más allá de la simpleza del deseo pasajero no correspondido de un Cocteau madurito por el aceitunado muchacho, se entabla una relación en la que sobresale ese amor altruista por alguien en quien reconoces un talento desaprovechado y sobre el que deseas dejar una huella pedagógica que le permita abrir los ojos a su propia estima. La historia, con referencias reales, nos permite acercarnos, no ya a los que la vivieron, sino a esa parte del ser humano que se resiste a creer en sí y que necesita del interés de otros para despertar. Manuel Salas (Jean Cocteau) compone un personaje magnífico que transcurre entre el orgullo del intelectual pedante, amanerado y de fama, que se ríe sin piedad de lo vulgar, hasta alcanzar momentos deliciosos en los que el derrumbe emocional nos muestra la vulnerabilidad que hay tras cualquier ser de carne y hueso.

Algo que además está logrado gracias a un texto que nos permite seguir la historia con acierto. Pablo Díaz ha realizado un trabajo que va más allá de lo anecdótico o biográfico y nos muestra un drama humano. Los conflictos interiores de los personajes, sus dudas y la evolución de los caracteres desde que empiezan a cuando terminan hace que el espectáculo atrape el interés del asistente más allá de un final que lógicamente tiene que llegar de una u otra manera.

Una confluencia entre texto e interpretación que se debe a una dirección acertada a la que sólo le ha faltado que el Amargo actor, con todas las posibilidades que muestra, no las desaproveche y, como su personaje, crea en sí y trate menos de agradar al público como de convencerlo con su interpretación.