A pesar de que ya se ha convertido casi en una constante a lo largo de la historia del cine, adaptar a la gran pantalla cualquiera de los floridos textos del gran Oscar Wilde o, simplemente, reproducir algunos pasajes de su agitada y desgarradora biografía, ha generado siempre sonadas controversias pues, no en vano, la suya, como las de todas las celebridades que se han situado voluntaria o involuntariamente bajo el punto de mira de una sociedad hipócrita e intransigente, fue siempre una imagen acompañada por el escándalo, la controversia y el rechazo social.

En el pecado llevaba la penitencia, como sentenciaría cualquier moralista. Nunca claudicó de sus ideas acerca de la libertad individual y del respeto a los derechos colectivos, ni se doblegó ante las constantes presiones de una sociedad dominada por una moral farisaica que castigaba despiadadamente a quien osaba quebrantar sus rígidos patrones de conducta. Su muerte, acaecida el 30 de noviembre de 1900, le sorprendió a sus 46 años, gravemente enfermo, solo e indigente, en un modesto hotel del parisino barrio de Montmartre, tras sufrir dos años de trabajos forzados que minaron seriamente su precaria salud y su apego por la vida. Pero, aun después de muerto, su imagen, que no sería reparada por el Gobierno británico hasta muchas décadas después de su desaparición, seguirá siendo pasto de infamantes campañas de desprestigio, fuera y dentro del país, cada vez que una de sus obras era adaptada al cine, y fueron muchas.

Sin ir más lejos, la censura franquista, que siempre se situó a la vanguardia de la intolerancia, aportó sus propios granitos de arena demorando, durante más de tres años, el estreno en nuestro país de la formidable Los juicios de Oscar Wilde (The Trials of Oscar Wilde,1960), del realizador británico Ken Hughes, un filme sobre los últimos años de la vida de Wilde, protagonizada por un Peter Finch memorable, cuya máxima culpa residía en que presentaba abiertamente, y sin el menor atisbo de moralina, el calvario personal que padeció el poeta durante el bochornoso proceso judicial al que fue sometido por sus indisimuladas prácticas homosexuales en la Inglaterra finisecular.

De ahí que, desde los albores del cine -conviene recordar que Wilde falleció ocho años después del nacimiento del cinematógrafo- los censores anglosajones afinaran su olfato inquisidor cada vez que, de forma directa o indirecta, el nombre del dramaturgo -muy fresco aún en la memoria de todos los ingleses-se erigía en el centro de atención de un proyecto cinematográfico y que la mayoría de las películas inspiradas en sus obras, aún las más aparentemente inofensivas desde el punto de vista de la moral vigente, hayan sufrido siempre las iras de los sectores más reaccionarios del establishment británico.

El cine, mientras tanto, continúa manteniendo sus estrechas relaciones con el universo wildeano en su intento por apropiarse de su singular magnetismo literario y crear, gracias a su apoyo, una iconografía perfectamente ajustada a su profundo espíritu libertario. Y aunque no siempre lo ha conseguido, hay casos en los que la impronta intelectual y humana del escritor irlandés ha quedado fielmente reflejada merced a la notable sensibilidad de sus autores a la hora de esbozar la dúctil y contradictoria personalidad de esta gran leyenda de la literatura universal de cuya muerte, insisto, se cumplieron 106 años el pasado noviembre.

Fue en 1923, a los veintitrés años del fallecimiento de Wilde, cuando Hollywood decidió, ante la airada oposición de los eternos guardianes de la moral, explorar por vez primera su complejo mundo literario al adaptar, con un cierto tono mojigato, Salomé,una de sus obras más audaces e inspiradas, que dirigiría el rutinario Charles Bryant con Alla Nazinova, esposa de Rodolfo Valentino a la sazón, encarnando a la turbadora heroína bíblica en medio de una lujosa y epatante puesta en escena, en perfecta consonancia con el colosalismo característico de las grandes producciones italianas del momento. Mucho más modesto en cuanto a aparatosidad formal se refiere, aunque infinitamente más imaginativo, William Dieterle volvió a llevar la misma tragedia a la pantalla en 1952 con una espléndida Rita Hayworth en el rol de la protagonista, acompañada por Stewart Granger, Charles Laughton y Judith Anderson.

Este proyecto, que tuvo un presupuesto -nada desdeñable para la época-de dos millones de dólares, le fue encomendado inicialmente a Orson Welles, abandonándolo meses más tarde por la imposibilidad manifiesta de frenar las constantes disputas que mantenía con su ex esposa en su intento por imponer su propio criterio acerca del enfoque de la película. Sin embargo, bajo la batuta de Dieterle, la Hayworth logró imprimirle tanta intensidad y emoción a su personaje que hasta el propio Welles quedó virtualmente admirado por su trabajo, como llegó a reconocer años más tarde.

Otro cineasta que apostó, con vigor y sensibilidad por el teatro de Wilde fue Ernst Lubitsch, cuya espléndida adaptación de El abanico de Lady Windermere, realizada sin un solo rótulo en 1925, ha quedado para la posteridad como un auténtico modelo de traducción visual del singular universo literario del autor de El gigante egoísta. El reparto, encabezado por Ronald Colman, May McAvoy e Irene Rich, constituye, pese a la ausencia absoluta diálogos, uno de los más jugosos conjuntos estelares que desfilaron nunca por el cine mudo estadounidense, tal y como quedó constatado por la creme de los críticos e historiadores internacionales a través de una famosa consulta realizada en 1960 por la revista Life en todo el país.

La obra, considerada como la más genuina del repertorio teatral de su autor, fue nuevamente adaptada, cinco lustros más tarde, por Otto Preminger en The Fan, «una película bien construida, con intérpretes tan eficientes y distinguidos como George Sanders, Madeleine Carroll y Jeanne Crain, pero carente de esa original y envolvente frescura que, pese a sus limitaciones técnicas, destilaba la magistral versión de Lubitsch». Escrita por Walter Reisch, Dorothy Parker y Ross Evans, The Fan, inédita aún en nuestro país, obtuvo un enorme éxito de público en los cines norteamericanos gracias, en gran medida, al tirón taquillero de su reparto y a la destreza de Preminger en el manejo de ciertas claves narrativas prestadas de su admirado maestro alemán.Cine inglés

En 1952, de la mano de Anthony Asquit, el cine inglés vuelve a tomar contacto con la obra de Wilde a través de la adaptación libre de La importancia de llamarse Ernesto, un trabajo de gran altura que situó a su irregular director en la cúspide de su carrera profesional, reforzando a su protagonista, el gran Michael Redgrave, como uno los intérpretes más solventes de la prestigiosa cantera actoral británica. También Jules Dassin, el autor de obras del calado de La ciudad desnuda (The Naked City, 1948) o Noche en la ciudad (Night and the City, 1950), cayó en la arriesgada tentación de husmear en el universo de Wilde, aunque sin la fortuna de sus antecesores. Con The Canterville Ghost (1944), mezcla de comedia de enredo y sermón moralista, protagonizada por Robert Young y Charles Laughton, Dassin no logra, salvo a ratos, que el lacónico humor del poeta dublinés florezca en todo su esplendor.

Pero de todos los trabajos del escritor El retrato de Dorian Gray es, probablemente, el que ha corrido con mejor suerte en la pantalla. La versión de 1945, escrita y dirigida por Albert Lewin, con George Sanders como el siniestro Lord Henry y Angela Landsbury como la desdichada Sybil Vane es, al contrario que la dirigida por el italiano Massimo Dallamano en 1969, una adaptación cuajada de aciertos; no así la que dirigió, en 2009, Oliver Parker, desvirtuando impunemente el espíritu del libro hasta convertirlo en un fatigoso y truculento pastiche.La celebrada comedia Un marido ideal a cargo de Alexander Korda, en 1947, y por el propio Parker, en 1997, tampoco disfrutó de la fortuna artística de otras obras de Wilde, a pesar de que ambos títulos partían con la ventaja de un reparto excepcional. La importancia de llamarse Ernesto (The Importance of Being Ernest, 2002), también dirigida por Parker, tampoco aportó ninguna gloria adicional a la memoria del divino Oscar, a pesar de que reúne en su reparto a figuras de la talla de Rupert Everett, Colin Firth, Judi Dench y Edward Fox.

Junto a la citada Los juicios de Oscar Wilde, inspirada en la obra homónima de Richard Ellman, y Oscar Wilde (1959), de Gregory Rastoff, son los únicos filmes biográficos que, con mayor o menor enjundia, retratan el clima de incomprensión e intolerancia que arruinó lentamente las aspiraciones de libertad de alguien que, aun sabiendo lo que se jugaba, no dudó un solo instante en desafiar a la sociedad de su tiempo por unos principios que conservó intactos hasta el mismo día de su muerte en un modesto hotel de la rive gauche parisina, envuelto por los recuerdos de una corta pero intensa vida consagrada a la creación sin paliativos.