Mis primeros recuerdos en casa son de una madre que tenía el aroma de la seguridad donde dejarse vivir con tranquilidad, de la suavidad a contraluz de las primeras horas de sol buscando su regazo en el dormitorio donde dormía con mi padre. El aroma a polvos de talco y la ternura de los brazos de mi abuela, con sus rodillas siempre dando saltitos para despojar la espoleta de mi carcajada. Mi tía abuela Pepa, que siempre traía caramelos en su bolso, con su pelo blanco nube y el semanario de su muñeca campaneando mientras rebuscaba las golosinas.

Se sentaban en la cocina esas dos mujeres con sus abanicos haciendo compás en sus pechos, mi madre pendiente del acuse de recibo del pitorro de la olla exprés y en la otra mano algún plato con algún piscolabis que posaba en aquella mesita con patas de aluminio de la cocina. El radiocasete forrado en plástico para hacer su vida mejor en una cocina siempre en movimiento; susurraba con el volumen justo, alguna apresurada bulería de Bambino o un tal Machín me hacía pensar en cuál era su debilidad. Juana Reina siempre en el último minuto me conmovía con una voz vibrante y el orondo Pali remataba la jugada con algunas sevillanas de lo que fue y no será más su Sevilla natal. Mi hermana llegaba con sus amigas a estudiar a casa, yo dormía con ella en su cuarto, con su ropero forrado con un Schuster en estado de gracia y un Paul Newman que parecía de otro planeta (por la calle nunca vi un tipo con una cara parecida). Íbamos a recogerla todos los días a Económicas en un ciento veintisiete de mi padre que tenía una calavera en la palanca de cambios y que el loco de mi hermano mayor le había comprado; salía a las siete de la tarde y en ese momento no me expliqué por que había que recogerla a ella mientras mis hermanos venían solos del trabajo y de jugar al fútbol en autobús.

El ropero de mi hermana era divertidísimo: siempre estaba inventando nuevos arreglos a sus chaquetas con tachuelas que le traía mi padre de una tienda de Fuengirola. Se llevaba la radio al patio de abajo y le daba clases de baile a las demás vecinas, siempre riéndose. Siempre se repetía las mismas conversaciones que escuchaba desde mi cuarto: «A las doce aquí y si te acompaña tu hermano». «Pero, mamá, si esa es la hora cuando sale todo el mundo». Siempre me quedaba embobado al verla salir por aquella puerta tan guapa y con el ceño fruncido. Años después el cáncer tocaría su cuerpo y ahora soy consciente de toda aquella tragedia en la familia y he empezado a hablar de ello; la energía y la alegría de vivir de mi hermana fue su mejor medicina. Bendita sea.

Mi primera novia en el colegio se llamaba Patricia, no sabía muy bien qué era todo eso pero solo quería estar siempre cerca de ella y hacerla reír con cualquier tontería de las mías, cogía los borradores y me los ponía de patillas... El patrón se ha seguido repitiendo con los años. Mi hermano mayor sí tenía una novia de verdad, que tenía una hamburguesería donde me encantaba ir a comer pinchitos; él le escribía cosas románticas y mi hermano mediano y yo hacíamos burla. Treinta años después siguen juntos y enamoradísimos, porque creo que el truco de todo es escribir cosas bonitas a las chicas que te gustan; eso sigo haciendo a día de hoy.

Mi hermana y mi madre había un momento en que se ponían a bailar en el salón. Eran vísperas de una romería de El Rocío. Mi hermana le enseñaba los pasos y yo de tanto escuchar las letras me ponía a cantar. Al poco tiempo recuerdo estar subido en un escenario donde me observaba una caseta expectante a que hiciera lo mismo que hacía en el salón. Con cuatro años recibí mi primer aplauso cantando en la Peña San Vicente unas sevillanas del Peregil. Hasta el día de hoy sigo buscando la misma sensación de ese día, mi chica se ríe mientras escribo de esta anécdota y mi gata merodea el escritorio. Las mujeres de mi vida siguen haciéndome crecer y ser lo que soy.