«¿Y de qué está hecho el tiempo si no de soles y luna?». Con catorce años esto me voló la cabeza mientras sostenía la edición amarillenta de Austral de la antología de Miguel Hernández, rescatada del fondo de una caja de naranjas que hacía las veces de contenedor de cachivaches a un señor del rastro en la Plaza Campillo del Mundo Nuevo en Madrid. Por esos días mi hermano se licenció en Enfermería en Comillas. Toda la familia fue al acto de licenciatura y yo me quedé unos días más mientras terminaba de cursar sus papeleos y recoger los trastos de su piso de estudiante.

A cada rato que podía sacaba el libro y lo abría al azar esperando otro balazo de esa ruleta rusa; efectivamente, a cada golpe de viento de las hojas que pasaban delante de mis ojos, unos versos volvían a apuntar y disparar con total certeza. Esa frescura sin impostura ninguna era adictiva, no podía parar de leer. A los tres días de estar allí ya le había dado la vuelta un par de veces y señalado a lápiz cada frase que me pateaba literalmente por dentro; además fue en Madrid, que tiempo después sería testigo de tantos otros versos y acordes alimentados por tantos y tantos balazos de otros artistas y poetas. Hay libros que son un regalo de vida y marcan una etapa que da el pistoletazo de salida a otro tipo que poco que ver tiene con el que se deja atrás. Todavía lo conservo, con anotaciones y fechas, siempre cerca de donde trabajo escribiendo o grabando música; no hay semana que no vuelva a jugar al azar del tiro certero de Hernández, cada vez que lo hago siempre acierta entre ceja y ceja del corazón.

La tuberculosis del desencanto y la pudredumbre humana se lo llevó para adelante, como un pájaro en el fango, encerrado en una jaula donde los barrotes eran del metal más fuerte que se conoce, el revanchismo del que agarra el poder del cuello, violado y despojado de toda legitimidad, solo la legitimidad del golpe de culata, ese barro que cubriría a España de miseria (intelectual y literal) de misa diaria, de golpes de pechos de cobardes, piojos y cartillas de racionamiento.

El tiempo suele poner a cada uno en su sitio, de los miserables no se acuerdan nadie más que los miserables que se van perpetuando en el tiempo, pero, por suerte, de las personas de luz, únicas e irrepetibles, en la mayoría de los casos se sostiene en el tiempo, olvidando la oscuridad y poniendo el foco en su arte.

Hoy en día sigue habiendo miserables, tantos y más que antes, que tratan de tapar, hacer de menos e invisibles a las buenas gentes que con su luz iluminan esta vida tan llena de oscuridad, envidias y tuberculosis del alma; es como tapar el sol con una mano pensando en que nadie lo podrá ver, angelitos... «Hoy el amor es muerte y el hombre acecha al hombre».

Me decía un buen amigo y consejero que las malas rachas son como las ferias ambulantes: visitan cada pueblo y no dudes que el tuyo también. La vida nos da el papel de ser martillo y clavo en muchas ocasiones, hay que tenerlo en cuenta, pero no merece la pena ser un desalmando cuando el tiempo son solo soles y lunas. Cada vez nos quedan menos que disfrutar.