Aunque aparentemente lo tenía todo a su favor, Ernest Hemingway (Oak Park, Illinois, 1899/Ketchum, Idaho, 1961) no mostró, durante los últimos años de su existencia, lo que se dice un gran apego por la vida. Ni su enorme éxito profesional, ni los continuos agasajos que le dispensaban allá por donde pasaba, ni el hecho, gozoso sin duda, de haber obtenido el premio Nobel en 1954, lograron disuadirle de que hubiera una solución más eficaz a sus problemas existenciales que la del suicidio. Pues bien, de este modo, el autor de El viejo y el mar (1954), de Por quién doblan las campanas (1940) y de tantas otras obras memorables, clausuraba lo que para muchos -junto a la de Faulkner y Joyce- constituyó la obra literaria anglosajona más libre e imaginativa del pasado siglo, una obra donde siempre palpitó la vieja vocación periodística de Hemingway, así como su empeño por no alterar de ningún modo la fidelidad de los hechos que él mismo, en algunos casos, protagonizó.

La suya fue, sin duda, una trayectoria artística profundamente condicionada por la propia realidad que le tocó vivir, por los avatares de un siglo mucho más agitado y lúgubre de lo que algunos ingenuos pensadores decimonónicos osaron profetizar en aquellos tiempos y que encontró, en los trabajos del escritor, su más fiel y hondo correlato literario. Tal vez es esa cualidad, tan típica de Hemingway insisto, la que explique la larga y fecunda relación de sus obras con el cine. Esa ajustada química que, en no pocas ocasiones, se ha producido entre algunas de sus novelas y sus correspondientes adaptaciones fílmicas desde la cual cineastas como Frank Borzage, Don Siegel, Zoltan Korda, Henry King, Martin Ritt o Michael Curtiz, por citar sólo los nombres más emblemáticos, ofrecían sus visiones del universo hemingwayano y, en determinados casos, todo hay que decirlo, con sobradas razones para deplorar la superficialidad y ligereza con la que dicho universo ha sido retratado en otras ocasiones.

Sea como fuere, lo cierto es que nos hallamos ante uno de los escritores, junto con Melville, Dafoe y Conrad, que más atenciones ha recibido de la industria cinematográfica hollywoodiense. Sus artífices, con el afinado olfato taquillero que les caracterizaba, no dudaron en detectar de inmediato el éxito que podrían alcanzar algunas de sus novelas si se llevaran a la pantalla pues, en esencia, guardaban en sus páginas muchas de las claves dramáticas que han hecho grande al séptimo arte prácticamente desde sus orígenes. De ahí que, tras el rotundo éxito editorial de Adios a las armas (1926), Hemingway empezara a recibir las primeras ofertas de adaptación de los gerifaltes de Hollywood mientras esquivaba las propuestas de trabajo con las que le tentaban incesantemente los grandes estudios cinmatográficos.

No fue nunca demasiado simpatizante de las adaptaciones, pero, bajo la condición de no participar jamás en ninguna de ellas, terminó cediendo los derechos cinematográficos de decenas de sus relatos y convirtiendo su nombre, cargado ya, lógicamente, de popularidad y respeto en todo el mundo, en garantía de éxito comercial. La primera de las versiones de Adios a las armas, producida por la Paramount seis años después de la publicación del libro, es, probablemente, uno de los pocos casos en los que Hollywood ha sabido combinar sus inexcusables servidumbres comerciales con el rigor dramático que, con obstinada regularidad, preside la obra del novelista de Illinois. No era fácil, y Frank Borzage, que se encargó de su dirección, no cesó de manifestar desde entonces la enorme responsabilidad artística que, para él, supuso la materialización de aquel ambicioso proyecto.

Fatalista

La película, protagonizada por Gary Cooper, Helen Hayes y Adolph Menjou, mostraba el lado más fatalista de las guerras a través del frustrado romance entre un oficial estadounidense y una enfermera británica en pleno frente italiano, dos seres cruzados por el azar que, pese a vivir en el mismísimo infierno, se aferran continuamente a la esperanza de poder escapar algún día de él sin tener que ofrecer la vida como tributo. En cambio, la versión de Charles Vidor, producida 25 años después, por Darryl F. Zanuck con un reparto encabezado por Rock Hudson, Jennifer Jones y Vittorio de Sica, adquiría un tono épico que en ningún momento apunta Hemingway en su novela. Consecuentemente, esta nueva versión de Adios a las armas se convertiría en uno de los fiascos taquilleros más sonados de la todopoderosa Twenty Century Fox.

En 1937, en plena Guerra Civil española, Joris Ivens y John Ferno, dos de los patriarcas más reverenciados del cine documental europeo, decidieron dejar testimonio filmado del trágico preludio fascista que se entonaba en nuestro país, partiendo de un argumento original de Archibald MacLeish y Lillian Hellman y con los comentarios, escritos y recitados por Hemingway. Aunque ostensiblemente panfletario, el filme, de apenas 54 minutos de duración, cumplió plenamente con la utilidad fundamental para el que fue concebido, es decir, difundir por todos los cines del mundo democrático las razones por las que tantos americanos estaban arriesgando, y en muchos casos perdiendo, sus vidas a millares de kilómetros de sus hogares.

Satisfecho con la visión que había dado Borzage de su segunda gran novela, a pesar de las concesiones que a ratos hace al cine hollywoodiense más convencional, Hemingway no dudó, años después, en autorizar nuevamente a la Paramount la venta de los derechos cinematográficos de otro de sus libros que, curiosamente, también estaba estrechamente vinculado a la historia de la Guerra Civil española: ¿Por quién doblan las campanas? Esta vez, la dirección corría a cargo de Sam Wood, un reconocido conservador que dirigió, entre otros grandes éxitos populares, Una noche en la Opera (Night al the Opera, 1935) y Adiós Mister Chips (Goodbye Mr. Chips, 1939), mientras que el guión lo firmaba Dudley Nichols, una estrella en su especialidad en cuyo haber figuran trabajos de la precisión y agudeza de La diligencia (Stagecoach, 1939), de John Ford, pero, a diferencia de Borzage, Wood no logra, salvo en contadas ocasiones, plasmar el vibrante romanticismo que destila el texto de Hemingway. De ahí que, ni la persuasiva presencia de Gary Cooper e Ingrid Bergman en el reparto, ni la espléndida partitura musical de Victor Young pudieran impedir que la cinta acabara resultando excesivamente acartonada, sobre todo en su vano intento por camuflar sus fuertes servidumbres comerciales.

Al año siguiente, Howard Hawks dirige y produce para la Warner la primera de las tres versiones de Tener y no tener, otra de las pocas novelas de Hemingway que, en casi todos los casos, gozó de una solvente adaptación fílmica. Con Humphrey Bogart y Lauren Bacall al frente del reparto, y con un espléndido guión de William Faulkner, Hawks logra transmitir, como nadie antes en el cine, al Hemingway más descarnado y romántico, al Hemingway que supo mostrar el valor de la lealtad en un mundo sembrado de odios y traiciones, al Hemingway, en definitiva, de moral insobornable que un ocioso domingo de julio decidió, fría e inesperadamente, acabar con su procelosa vida.

Michael Curtiz, algunos de cuyos largometrajes más celebrados, como Casablanca (Casablanca, 1942) o La carga de la Brigada Ligera (The Charge of the Light Brigade, 1936), pertenecen a la historia grande del cine, quiso, en 1950, repetir la experiencia de Hawks y llevó de nuevo a lapantalla la novela, aunque con menos fortuna que su predecesor. De todas formas, The Breaking Point es un filme inédito en los cines españoles que, en opinión de algunos historiadores, ofrece, al margen del reconocido oficio de su autor, una de las últimas y más elogiadas actuaciones del malogrado John Garfield y la presencia, siempre inquietante, de Patricia Neal en el mismo papel que la señora Bogart bordó 6 años antes junto a quien sería su futuro marido.

Bajo el título The Gunn Runners (1958) Don Siegel haría una tercera incursión en la novela, protagonizada esta vez por Audie Murphy, Eddie Albert y Everett Sloane que, pese a su discreta realización, no disfrutó de los favores del gran público, ni se encuentra, desde luego, entre las más afortunadas traducciones cinematográficas del legendario escritor norteamericano. Inspirada en el cuento The Killers, otro de los textos más potencialmente cinematográficos de Hemingway, el realizador de origen alemán Robert Siodmak exhibió toda su herencia expresionista en un filme de un fascinante acabado formal en el que Burt Lancaster, Ava Gardner y Edmond O´Brien integran una de las trinidades actorales más afortunadas que ha generado el cine negro en toda su historia. Forajidos (The Killers, 1946) tuvo su réplica en 1964 con Código del hampa (The Killers), dirigida con su brío habitual por Don Siegel, otro de los grandes clásicos del género que, sin embargo, y pese a secuencias tan brillantes como la de la muerte a balazos de Lee Marvin en medio de un aparcamiento mientras intenta escapar con un botín millonario, no caló tan hondo en la crítica como sí lo hizo la de Siodmak.

El británico de origen húngaro Zoltan Korda, sobradamente acreditado tras el éxito popular de Revuelta en la India (The Drum, 1938) o Las cuatro plumas (The Four Feathers, 1939), fue el quinto en la larga lista de cineastas que se atrevió a lidiar con la apasionante literatura de Hemingway al adaptar, en 1947, Pasión en la selva, uno de los relatos que más parecían resistirse al bisturí de la cámara cinematográfica pero que la imaginación de aquel cineasta supo transformar, admirablemente, en una impecable historia de amor y aventuras africanas que parecía presagiar, en algunos aspectos, la llegada, cinco años más tarde, de la madre de todas las películas del género: Mogambo, de John Ford. Gregory Peck, Joan Bennet y Robert Preston, tres estrellas en alza a finales de los cuarenta, fueron los encargados de dar vida a los atormentados personajes de este insólito y tempestuoso drama que gozaba, asimismo, de una de las bandas sonoras -de Miklos Rosza- más inspiradas de aquellos años.

Telón de fondo

África sirvió asimismo de telón de fondo a Las nieves del Kilimanjaro (Snows of Kilimanjaro, 1952), de Henry King, filme de marcado acento crepuscular, como la novela homónima que lo inspiró, donde un Gregory Peck abatido y escéptico comparte sus animadas cacerías y sus reflexiones pesimistas sobre el pasado con las espléndidas Susan Hayward y Ava Gardner, en medio de un escenario cargado de amenazas e incertidumbres. Sorprendido por el gran éxito de crítica y de público que obtuvo la película, y persuadido de que podía repetir la faena, King no dudó en adaptar nuevamente a Hemingway, aunque, por desgracia, con resultados muy distintos. The Sun also Rises (1957) es un trabajo, medianamente interesante cuyo principal atractivo fue siempre la copiosa nómina de grandes estrellas que integraban el reparto: Tyrone Power, Ava Gardner, Errol Flynn, Mel Ferrer, Juliette Greco...

Under my Skin (1950), del rumano americano Jean Negulesco, otro título inédito en España, es, en opinión del prestigioso crítico e historiador neoyorquino Gene D. Philips, «una versión mucho menos fiel de My Old Man que Pasión en la selva en relación con The Short Happy Life of Francis Macomber. Por eso -matiza- no deja de sorprender que Hemingway haya echado de lado Macomber mediante una anécdota condescendiente y haya valorado, sin embargo, Under my Skin como estimable». La película, protagonizada por John Garfield meses antes de su aclamada intervención en la citada The Breaking Point es, no sabemos con certeza por qué, la menos conocida de la filmografía hemingwayana.