A veces una película de dudosa calidad cinematográfica, de corto presupuesto y cortas pretensiones, despreciada por la crítica y que pudo haber acabado confinada en los videoclubes (hablamos de los 80´) se convierte en un objeto de culto generacional. Se cumplen tres décadas de Dirty Dancing. La ABC estrenará en breve un remake protagonizado por Abigail Berslin (la pequeña Miss Sunshine ya crecida) y Colt Prattes. La versión musical se sigue representando en los teatros. El filme dejó en el imaginario colectivo canciones -especialmente la oscarizada The time of my life- y números de baile dirty (que resultan más bien inocentes en los tiempos del twerking) como el inolvidable salto final. Veamos Dirty Dancing como lo que es, pura cultura pop(ular). ¿O no?

Dirty Dancing es recurrente, un eterno. En Los seductores (2010) se imita el número final; en Crazy Stupid Love (2011) Ryan Gosling y Emma Stone reproducen la archifamosa elevación; en New girl Zoey Deschanel se pasa el día viendo una escena tras otra; otra serie, Cómo conocí a vuestra madre, incluye una parodia; la despedida de soltera que Pippa organizó a su hermana Kate Middleton la tuvo como temática...

El argumento, por si alguien no lo recuerda, es sencillo: Es el verano de 1963, Frances «Baby» Houseman (Jennifer Grey), una adolescente de 17 años, pasa el verano con su familia acomodada y judía en un resort. Allí conoce al cachas profesor de baile Johnny Castle (Patrick Swayze). Diferencias sociales, amor de verano, superación, número final. Pero ¿cómo nació? Es obra de Eleanor Bergstein, casi su propia vida. Eleanor era profesora de baile, veraneaba en las montañas e incluso la llamaban baby. Linda Gottlieb, la productora, contó que un día, durante un almuerzo con la escritora, Bergstein solo sabía que quería hacer algo sobre bailes latinos. Charlando, charlando, nació Dirty Dancing. El rodaje se llevó a cabo en el Mountain Lake Resort. En realidad, era otoño, octubre: hubo que pintar las hojas marrones de verde y el lago en el que Baby y Johnny ensayan su salto estaba helado, a 4ºC (no se tomaron primeros planos porque los labios de los actores se ponían azulados). El lago ya no existe, se secó.

Jennifer Grey, hija de Joel (el oscarizado maestro de ceremonias de Cabaret) no era tan niña ni tan patosa. Tenía casi diez años más de los que representaba y había hecho ballet. No hizo carrera tras el éxito de Dirty... Parece que retocar su característica nariz -que no fuese el típico bellezón de Hollywood es lo que hizo que el público se identificara tanto con Baby- supuso un grave error. Patrick Swayze sí se encontró después con su papel más importante, el de Ghost. Pero en 2009, a los 57 años, un cáncer de páncreas acabó con su vida. La pareja, pese a la química que desprenden en pantalla, no se llevaba demasiado bien. Patrick, en su autobiografía póstuma, titulada también The time of my life, no lo niega.

¿Cuáles son las mejores canciones de la historia para hacer el amor?, preguntó Spotify. Time of my life encabeza la lista de 20 en Science Behind the Song, el estudio encargado por la plataforma al psicólogo musical Daniel Müllensiefen. Música+pulsión sexual son precisamente dos de los pilares de Dirty Dancing. La del inolvidable verano en el resort de una niña bien es una historia iniciática, de paso de la niñez a la adultez, de rebeldía, en la que el baile -como proyección del deseo sexual- es el vehículo. La BSO fue un éxito arrollador. Se puso a la venta el mismo día del estreno cinematográfico y vendió millones de copias. Estaba compuesta por clásicos de los sesenta (de la discoteca particular de Eleanor Bergstein) y cuatro temas nuevos, que fueron hits: (I´ve had) TheTime of my life [interpretado por Bill Medley, de The Righteous Brothers, y Jennifer Warnes], She´s like the wind [del propio Swayze], Hungry Eyes y Yes. En cuanto a los números de baile, icónicos, fueron dirigidos por el coreógrafo Kenny Ortega, discípulo de Gene Kelly.

Pero no todo el mundo está de acuerdo en que Dirty Dancing no sea más que entretenimiento. Tiene su fondillo social: la diferencia de clases, la hipocresía de la sociedad, la discriminación a los judíos... El año pasado una periodista de The Guardian, Hadley Freeman, publicaba The time of my life (Blackie Books), un ensayo que reivindica las películas populares de los años 80 -esas cintas palomiteras con bandas sonoras de karaoke- como paradigma de libertad. Y, atención, dedica el primer capítulo a glosar los ¡valores feministas! de la cinta de Emile Ardolino. ¿¡Cómo!? Para empezar, Dirty dancing es -más allá del rollito rítmico tan en tendencia en la época: Flashdance o Footloose- un film sobre la sexualidad femenina desde la perspectiva femenina. «La cámara -escribe Freeman- trata como un objeto al hombre y es la mujer quien se excita, algo que no volvió a verse hasta que Brad Pitt tontea con un secador para Geena Davis en Thelma y Louis en 1991 y que apenas se ve en la actualidad». Se refiere a esos planos -en los que se recrea el objetivo- del torso desnudo de Swayze. Según la tesis de la reportera, el deseo de Baby -sí, la chica desea, el chico es el objeto de deseo- es claro, abierto, sano, efímero (aventuras de verano) y libre de culpa o penalización. Y además en este «cuento romántico» la chica es inteligente, culta, lee libros de economía, aspira a trabajar en la ONU y su verdadero nombre es Frances. En honor a Frances Perkins, la primera mujer que formó parte de un Gobierno de EEUU (con Roosevelt).

En segundo lugar, está el aborto de Penny: La auténtica pareja de baile de Johnny, una chica en apuros, una carnicería... Esta subtrama es el desencadenante de la historia y supone toda una reivindicación del derecho a la interrupción legal del embarazo y una denuncia de las prácticas ilegales insalubres y peligrosas. Una denuncia solapada, según confesó la autora [atención a los momentos históricos paralelos de la narración: los años 60, en los que se sitúa la acción, momento en que estaba prohibido y finales de los 80, cuando la administración Reagan planteaba restricciones]. Durante el rodaje, un patrocinador, una firma cosmética, pidió la retirada de ese pasaje. La guionista se negó. El rodaje siguió adelante. Y fue así como Baby pudo al fin dar su gran salto sobre el escenario. Y lo sigue dando treinta años después.