En una luminosa mañana de mayo, frente a un mar Mediterráneo en sus horas más templadas y apacibles, aterricé, hace ya algunas décadas, en la vieja ciudad de Cannes como enviado especial de una conocida revista especializada, ya desaparecida, con el encargo de cubrir el ingente caudal informativo que genera cada año, desde hace 70, su legendario festival de cine [que se está celebrando estos días] para esa miríada de profesionales que se congregan cada año en sus atiborradas calles durante doce largas e intensísimas jornadas, triplicando una población de apenas 75.000 habitantes (210.000), cuyo impacto suscita un trasiego incesante de periodistas, cineastas, turistas, productores, críticos, starlettes de todos los colores, guionistas, reporteros gráficos y, sobre todo, de esa legión de cinéfilos inasequibles al desaliento que invaden, día y noche, y sin bajar nunca la guardia, restaurantes, hoteles, clubes nocturnos y terrazas a la caza de las celebrities y de sus codiciados autógrafos. El espectáculo es digno de ser contemplado para evaluar los niveles de papanatismo que se alcanzan a veces entre la babeante cinefilia que infesta, no solo a Cannes, sino a otros muchas citas internacionales mucho más cercanas a nuestro propio entorno cultural. Flanqueado por algunos de los hoteles más exclusivos de La Riviera, cuyas fachadas aparecen cubiertas por gigantescos afiches que anuncian futuros estrenos de las grandes multinacionales del sector, el icónico paseo marítimo de La Croisette, de dos kilómetros de largo, es la principal vía peatonal que atraviesa la zona más bulliciosa de la ciudad durante estas fechas y el paso obligado para acceder al laberíntico complejo de salas de proyección y oficinas administrativas que alberga el enorme subsuelo del Palais del festival y sus intrincados aledaños. Excuso decir las interminables colas que allí se forman horas antes del inicio de cada proyección ante el temor, plenamente fundado -lo he experimentado en mis propias carnes- de que se complete el aforo del local y te tengas que ir por donde has venido.

Con el paso de los años, la popular vía se ha convertido en una de las improvisadas pasarelas de moda más mediáticas, entretenidas y pintorescas de las que guardo memoria en mi dilatado historial como cronista de festivales, a pesar de que atravesarla constituye, para el espectador de a pie, una incómoda y sofocante proeza, acompañada siempre de unas buenas dosis de pisotones y codazos que ponen continuamente a prueba nuestra mortificada paciencia, tras una intensa y extenuante jornada de trabajo.

Bien es cierto que otros certámenes de referencia, como la Mostra de Venecia -el festival más longevo del mundo-, la Berlinale o San Sebastián, comparten con Cannes su manifiesta debilidad por impregnar de glamour todos sus actos aunque, en estos casos, sin el arraigo ni la distinción tan propias del certamen francés. Históricamente, Francia ha representado siempre la excelencia en el ámbito concreto de la moda pues forma parte integral de su propio ADN cultural, de sus más respetadas y viejas tradiciones. Y esta pequeña ciudad balneario se ha convertido, desde la creación de su prestigioso festival, en su más preclara y eficaz embajadora.

Una vez inmerso en la vorágine diaria de proyecciones -cuatro o cinco películas por jornada-, ruedas de prensa y cocteles ineludibles, nuestra percepción del festival adquirió, al margen de su seductora y ostentosa parafernalia exterior, un matiz de muy distinto calado: una oferta cinematográfica literalmente inabarcable en la que puedes encontrar desde las propuestas estéticas más creativas e innovadoras hasta las últimas megaproducciones recién salidas de los fogones de Hollywood y de sus adláteres europeos; desde autores de reconocido pedigrí hasta jóvenes promesas que descuellan con sus nuevas y sugestivas miradas sobre la realidad. Todo un escaparate de la producción internacional del año que incluye, además, la propia programación del marché du film (mercado) donde distribuidoras de medio mundo muestran sus productos a posibles compradores internacionales desde primeras horas de la mañana hasta bien entrada la medianoche en una agotadora maratón donde se cierran cada día operaciones comerciales de cuantías millonarias.

Pues bien, ésta, y no otra, es la imagen que recibimos cuando nos sumergimos por vez primera en esta tumultuosa cita cultural en la que se entremezclan, casi desde sus inicios en la década de los 40, diversas y a veces contradictorias nociones del cine con una apuesta reverencial por la moda, la alta joyería y los restaurantes de alto postín. Sea como fuere, en cualquiera de estas vertientes la ciudad, aún con precios prohibitivos, encuentra siempre su público natural entre la larga nómina de turistas nacionales y extranjeros de gran poder adquisitivo que visitan la ciudad durante estos días y en la ingente cantidad de invitados de los cinco continentes que convoca el festival en su afán por conservar su tradicional apuesta por el glamour como valor añadido y como una de las notas externas que mejor define su identidad en relación con los restantes certámenes de categoría con los que compite (Berlín, Venecia, San Sebastián, Toronto, Tokio, Karlovy Vary, Moscú, Locarno, Montreal) cada año.

Salvo en la ceremonia anual de entrega de los Oscar de Hollywood, donde su resplandeciente puesta en escena juega también un papel decisivo ante su audiencia millonaria, no hay un lugar donde puedas encontrar mayor número de stars por metro cuadrado que en Cannes. Y si te crees un personaje medianamente importante en el mundo del espectáculo o algún día aspiras a serlo tu presencia en este magno acontecimiento es de todo punto irrenunciable pues, de lo contrario, sería como si, tanto tú como la entidad, compañía o medio que representas, no existiesen a los ojos de la industria.

Alfombra roja

Sobre su alfombra roja, desplegada sobre las amplias y suntuosas escaleras que conducen a la sala principal del Palais, desfilan a diario decenas de rostros populares mostrando su mejor sonrisa bajo una espesa nube de fotógrafos que intentan, como Dios les dio a entender, captar la mejor instantánea antes de que las estrellas desaparezcan del foco de sus cámaras empujadas por un cuadrilla de fornidos guardaespaldas encargados de marcar los tiempos hasta el inicio de cada proyección. Una vez se apagan las luces del majestuoso auditorio, equipado con más de 3.000 plazas, es cuando le llega a Cannes la hora de la verdad: la realidad de un batallón de cineastas que aspira a alcanzar la Palma de Oro -junto con el Oscar el galardón cinematográfico más prestigioso del mundo- como garantía de reconocimiento internacional y como el signo más elocuente de su trascendencia en la futura carrera profesional de quien la obtiene.

El descubrimiento in situ de este gran suceso cultural, cuya repercusión mediática solo ha sido superada por la cobertura de los Juegos Olímpicos, nos situó, de repente, en el mismísimo epicentro de la meca por la que todos los que aspiran a destacar en el ámbito del cine suspiran. Una pequeña y plácida ciudad de la Francia meridional, con buen clima y excelentes reclamos gastronómicos, en cuyos muelles se refugian las más lujosas embarcaciones de recreo que uno pueda imaginarse pertenecientes, en su mayoría, a algunas de las fortunas más exorbitantes del planeta pero capaz asimismo de ofrecer, el festival mediante, una exhaustiva y detallada panorámica de la producción cinematográfica internacional tras una criba de más de tres mil largometrajes y un meticuloso rastreo a lo largo y lo ancho del planeta en busca de un cine que se aleje de los patrones convencionales que impone la cultura mainstream y que muestre la voluntad inquebrantable de encontrar nuevos y potentes derroteros para la expresión artística.

Normalmente, este tipo de producciones, que se resisten a compartir los esquemas preestablecidos por el cine de qualité que sí encontramos, y en abundancia, en la sección oficial, se lo reservan los programadores para cubrir apartados paralelos, como La Semana Internacional de la Crítica, organizada por la Asociación Francesa de la Crítica y fundada, en 1961, por el reputado ensayista e historiador Georges Sadoul, entre cuyos ilustres galardonados figuran nombres, desconocidos hasta entonces, como Chris Marker, Léos Carax, Jean Eustache, Philippe Garrel, Bernardo Bertolucci, Fernando Arrabal, Denys Arcand, Alain Tanner o Loach.

La Quincena de Realizadores, creada en 1969 bajo los auspicios de la Sociedad Francesa de Directores, es otra sección, no competitiva, cuya misión hasta ahora ha sido alumbrar nuevos talentos al margen de cualquier condicionamiento que no sea el de la libertad creativa más personal y absoluta. La nómina de los incluidos en este apartado no resiste obviamente la menor discrepancia: desde Martin Scorsese a Ousmane Sembene, pasando por Stephen Frears, Werner Herzog, Theo Angelopoulos, Nagisha Oshima, Mrnal Sen, Otar Ioselliani, Georges Lucas, Denys Arcand, Paolo y Vittorio Taviani, Nelson Pereira dos Santos y Youseff Chahine, maestros bregados en los retos cinematográficos más complicados, constituyen la prueba más palpable del olfato de sus programadores a la hora de cumplir fielmente con la comprometida tarea de elegir a los verdaderos cineastas del futuro, los que se reinventan continuamente el cine a través de una actitud de inconformismo inquebrantable frente a cualquier forma de claudicación ante los patrones impuestos por el cine dominante.

Criterios selectivos

Como complemento a la Sección Oficial, aunque muy lejos de los criterios selectivos que se aplican habitualmente en la elaboración de este apartado, el festival refuerza su apuesta por la radicalidad -algunos lo han denominado «coartada»- con lo que para muchos observadores constituye la verdadera piedra angular de este certamen y la sección que mejor responde a la inquietud general sobre las nuevas derivas estéticas del cine contemporáneo. En torno a Una cierta mirada, apartado creado por Gilles Jacob en 1978, presidente del certamen desde hace décadas, se han reunido, en efecto, muchos de los grandes nombres propios del cine más rompedor, como Andreas Dressen, Kim Ki-duk, Apichatpong Weerasethakul, Rodrigo García, Manuel Gutiérrez Aragón, Hong Sang-soo, Ousmane Sembene, Wang Chao, Jafar Panahi, Francisco Regueiro, Marco Tullio Giordana, Alain Cavalier, Lisandro Alonso, Alexander Kluge, Shohei Imamura, Souleymane Cisse, Chantal Akerman, Gabriel Axel, Patrice Cherau, Krsysztof Kieslowski, Paul Leduc, Jean-Marie Straub, José Luis Guerín, Raúl Ruiz, Abbas Kiarostami, André Techiné o Todd Solonz, que han procurado siempre cruzar las fronteras de la corrección formal en aras de una nueva y continua revisión de los paradigmas de un medio de expresión progresivamente degradado por la posición invariablemente conservadora de la industria que lo sostiene.