No sabemos qué es el arte pero, como muchas otras cosas en la vida, sabemos qué no es. De las incontables falsas certezas que deambulan por el mundo, el arte no suscribe ninguna. El historiador Ernst Gombrich llegó a decir que no existe realmente el Arte, que tan solo había artistas. Sin decirlo, apuntaba a que toda aproximación al arte que no tenga como eje la vivencia, ya sea del que lo ejecuta o del que lo contempla, cae en la idolatría o el coleccionismo (dos modos de relación muy poco artísticos). Que lo bello está en nuestro espíritu y no en las cosas es idea platónica: encontramos belleza en un paisaje porque somos nosotros los que lo animamos. En sintonía con estas ideas, este libro propone distinguir entre arte y artificio. La mayoría de obras que se exhiben hoy en cines, galerías, museos, salas de conciertos y librerías pertenecen a la categoría del artificio. Estos artificios a su vez se clasifican en dos: los didácticos y los pornográficos. Los primeros alientan la repulsión, el aborrecimiento y el desprecio, los segundos inducen la atracción y el deseo. Ambos son «cinéticos», pues nos mueven en una dirección específica. El deseo nos urge a poseer, la repugnancia a huir. El autor sigue a Stephen Dedalus (alter ego de Joyce) cuando afirma que el arte verdadero es «estático», mientras que el falso es «cinético». El primero nos deja donde estamos, sobrevolando el deseo o la repulsión (o viéndolos desde fuera, como si fueran de otro), mientras que el segundo tiene el efecto contrario (mueve a la masturbación o la condena). Uno nos saca de nosotros mismos, nos conmueve, el otro nos desplaza. Pero ambos cosifican tanto a su objeto como a su espectador. El deseo o su inverso, la repugnancia, se nos imponen. Una imposición muy conveniente para el mercado, de ahí la proliferación de artificios (o de arte impuro, como lo llama Dedalus). Cada vez es más difícil encontrar arte genuino, pues «el artificio ha renunciado a la revelación (prerrogativa del arte), para convertirse en mensaje, opinión, estímulo fisiológico o mandato». Algo especialmente frecuente en sociedades puritanas como la norteamericana, donde el «arte progresista» se ha puesto al servicio del juicio moral. Ese tipo de artificios no liberan (pueden atar incluso más que los pornográficos), mientras que el arte sí lo hace.

Para la tecnocracia competitiva en la que vivimos, la atracción y la repulsión son impulsos fundamentales, casan bien el mito biológico de la selección natural. Ambos impulsos inducen en el organismo una velocidad que nubla otras facultades. El objeto de deseo (o rechazo) se torna lo único existente y todo lo demás queda supeditado a su consecución (o destrucción). Los artificios didácticos inculcan juicios de valor, ya sean sátiras despiadadas o fábulas morales. Una categoría en la que entraría desde la crítica social al estilo Ken Loach o Michael Moore, hasta producciones cinematográficas de regímenes totalitarios, así como algunas «artes elevadas» como el conceptualismo y otras vanguardias pedagógicas. En el otro extremo, pero en el mismo bando, se encuentra el artificio pornográfico, más adecuado para la parafernalia consumista y que incluiría a todos los magos del entretenimiento y la diversión.

Respecto al arte genuino, Martel es diáfano (y a la vez confuso, veremos porqué). El arte de verdad nos pone en contacto con la «belleza radical». La experiencia artística produce entonces una especie de «quietud creativa» (el wu-wei de los taoístas), en la que todo brilla con una extraordinaria inmediatez y novedad. Como si la obra que contemplamos (sinfonía, cuadro, página o film) tuviera un efecto inédito sobre nuestra percepción. Por un lado suscita un sentimiento de perplejidad, por otro produce una «desaparición del ego», una expansión que ya no requiere de la presencia insidiosa del yo (de la nadería de la personalidad, por utilizar la expresión de Borges). El arte, sostiene Martel, trabaja con la propia actividad de la psique, con «el material del que están hechos los sueños» y es precisamente aquello que es capaz de borrar los límites entre lo físico y lo psíquico. Nos permite salir de nosotros mismos, reconocer nuestra insignificancia y es el mejor remedio contra el solipsismo. Ningún otro animal es capaz de verse desde fuera y esa prerrogativa la proporciona la experiencia artística. Martel no pretende regresar al antropocentrismo, sólo subrayar que «negar el espacio privilegiado que ocupa la imaginación humana en el teatro de la naturaleza es negar lo único que nos otorga el grado de nobleza que admiramos en otras especies.» Y hay un lugar específico donde concurren los sueños, el mito, la poesía y la locura. Ese lugar es lo «imaginal», un ámbito que Henry Corbin extrae del sufismo y del que ya hemos hablado en este suplemento. Un espacio intermedio entre la vida sensible y la mente (la primera humana, la segunda divina). El arte ocurre en el mundo imaginal, por eso descubre nuestro propio misterio, nos asombra y despierta en nosotros la extrañeza de lo cotidiano.

Para mostrarlo utiliza un ejemplo cinematográfico: La cueva de los sueños olvidados de Herzog: Un documental sobre las pinturas rupestres de la cueva de Chauvet, en el sur de Francia. Los artistas pintaron un dinámico toro de ocho patas en un lugar al que no llegaba la luz natural, por lo que había que verlo con antorchas. El temblor del fuego movía la figura: se había inventado el cine. Una cueva que nos enfrenta a sueños olvidados y nos permite asomarnos a vertiginosos abismos (cuando Picasso visitó una de estas cuevas afirmó resignado que aquellos artistas ya lo habían inventado todo). Y sugiere, en una de las tesis más audaces del libro, que quizá no fueron estos homínidos los que descubrieron el arte, sino el arte el que los descubrió a ellos. El arte (y no dios o la selección natural) como creador del hombre.

El arte es hijo del alma y, al mismo tiempo, su progenitor. De ahí su sensibilidad ante el misterio radical de la existencia y su destreza para plasmar o interpretar ese misterio en un objeto o acto. La visión artística brota de la íntima capacidad para maravillarse, del desconcierto ante el hecho de existir. Un asombro tanto intelectual como emocional: el mundo no es lo que creíamos y constatar ese hecho supone una suerte de despertar.

Pero el arte no sólo tiene una naturaleza genésica, también ayuda a ver. Lo que David Bohm decía de la física y las matemáticas: «las teorías son ventanas», también es cierto para el arte. Hay momentos en que la luz es Renoir, hay anfibios Picasso, tormentas Turner y árboles Monet, hay manos El Greco y brazos Degas, hay atmósferas Onetti, situaciones kafkianas o dantescas . Miramos a través del arte, ya sea la pintura, la música, el cine o la literatura. Vemos el mundo a través del velo del arte, del mismo modo que lo vemos tras el velo del sueño, el recuerdo o las sustancias psicodélicas. Ciertas prácticas ascéticas nos permiten traspasar ese velo y vestirnos con otro. Y quien crea que hay un mundo sin velos no sólo desconoce la experiencia artística, también desconoce su propia naturaleza.

En una época de relativismo estético, Martel se rebela contra el viejo cliché de para gustos los colores. El gusto puede desarrollarse. Gombrich, de origen austriaco pero que desarrolló su actividad en Inglaterra, ponía el ejemplo del té. A los que no lo beben diariamente una infusión puede parecerles igual que otra, pero si quieren y tienen la oportunidad, con el tiempo pueden convertirse en verdaderos connaisseurs. Siempre es posible afinar la percepción y la sensibilidad y el arte, si es algo, es nuestro cómplice en dicho proceso. Se trata de abrir los ojos no de desatar las lenguas. De hecho, cuando hablamos de belleza, nuestro juicio ya está influenciado por el arte. El arte no sólo es condición de un ethos, también es una empresa objetiva, quizá la más objetiva que existe. «Reducir el arte, el mito y la religión a formas primitivas de indagación a la espera de la llegada del método científico supone un craso error de comprensión. Lo que hace la ciencia es enriquecer el misterio revelando niveles cada vez más profundos de realidad». Esa objetividad tiene un corolario: la respuesta ante el misterio de la existencia debe ser poética, pues sólo la poesía es capaz de asumir un «porqué». Entre otras cosas debido a que sus respuestas sólo pueden ser figuradas (imaginativas, veladas) nunca literales, como pretende la ciencia. No hay ciencia de lo particular, decía Aristóteles. La ciencia es esa narración que transita de lo particular a lo general, su objetivo es la ley. Por otro lado, el arte es un modo de celebrar lo singular e irreductible: «En lugar de resolver el enigma, el arte lo enmarca de tal manera que su carácter irresoluble resulta espléndidamente evidente». La retórica de la literalidad científica es simplemente otro mito, el mito en el que vivimos las sociedades modernas. Un mito del que habrá que desembarazarse si no queremos acabar con las especies (incluida la nuestra) y el planeta.

La idea de la belleza viene cambiando desde Altamira, pero en el último siglo lo ha hecho de una manera drástica. Para el mundo antiguo el universo revelaba su belleza cuando era liberado de las aspiraciones limitadas del ego. El arte era aquello que confería esa serenidad tan saludable que los griegos llamaban ataraxia. Desde Platón la belleza y el bien han ido de la mano y el arte clásico se ha dedicado a exaltar esa armonía mediante los ideales geométricos de simetría, orden y unidad. Sin embargo, en el último siglo esa clase de belleza ha adquirido mala fama y los artistas se han propuesto ponernos en contacto con otro tipo de belleza más fea y caótica que Martel llama «belleza radical» (de hecho, ese desprecio alcanza a la palabra misma, que los artistas suelen evitar). La nueva belleza asume el desorden, el caos y la asimetría (la vinculación de la pintura con la vida radica precisamente en no caer en la tentación geométrica, la música, como el mito, es esencialmente ambigua). Los ejemplos se multiplican: Kandinsky, Paul Klee o Francis Bacon. Las corrientes artísticas del siglo xx se esfuerzan por liberar el arte de la prisión de la representación y la imitación de la naturaleza. Les interesa más el subsuelo, lo que está debajo del orden natural. Y esa raíz ya no es bella, o al menos no lo es en los términos clásicos. En general hemos considerado que la belleza se da cuando la realidad se ajusta a nuestras expectativas, mientras que lo sublime surge cuando nos encontramos con algo que supera nuestra capacidad de asimilación, cuando los viejos sentimientos de seguridad se ven amenazados. De ahí que se diga que todo arte, no sólo el vanguardista, constituye un desafío. La belleza radical hace emerger lo extraño y desacostumbrado, es fervientemente anticostumbrista, lucha constantemente contra convenciones y expectativas. Y hay más, ese acto creativo pretende borrar la delgada línea roja que separa el artista (el espectador) de su objeto. Cézanne describe la experiencia de pintar como un «caos iridiscente» en el que acaba siendo uno con el paisaje. Al margen de la pose que pueda haber en esta afirmación, lo cierto es que la experiencia artística tiende a borrar la separación entre lo mental y lo físico, el espectador de su objeto. Martel cita un ejemplo cinematográfico memorable, el protagonista de There Will Be Blood (Paul Thomas Anderson, 2007). La belleza irrumpe cuando lo humano accede a lo que está más allá de lo humano. El espectador asiste estupefacto a la transformación de Daniel Plainview, que se convierte en parte del desierto que él mismo explota. Lo mismo puede decirse de Bach o Tchaikovski, vanguardistas antes de las vanguardias, en cuyas obras la armonía siempre acaba adquiriendo una existencia precaria, siempre al borde de su disolución. «Bach era consciente de que una hermosa melodía no era suficiente». La belleza radical requiere del abismo, de la falta de asideros, de la amenaza de lo inconmensurable. Esas memorias del subsuelo alcanzan también a lo literario. Desde la secreta alianza entre el cazador y su presa (Ahab y Moby Dick) hasta la cita con el fracaso y la degradación de Díaz Grey o Jorge Malabia.

En contraste con esa experiencia del abismo encontramos la reducción, inocente y sensiblera, del kitsch. Mucho más apta para la mercadotecnia y el coleccionismo de un sistema que compagina el culto a la tecnología con el culto a las emociones. Cada vez son menos los que se conmueven y hay una nostalgia de la emoción profunda. El neoliberalismo, altamente competitivo, fabrica psicópatas, fomenta la búsqueda de la fama o el dinero, y en la crítica, la distancia gélida (cuantas veces leemos es de «una mirada despiadada» como si fuera virtud o hazaña). Los psicópatas no sólo nos gobiernan sino que se han convertido en el modelo, en la aspiración del que pretende llevarse todo el botín. Cuando vivía en Estados Unidos, algunos estudiantes decían elogiosamente de sus parejas «me hace sentir real». Una expresión que entonces me parecía chocante. Desde su juventud instintiva, se daban perfecta cuenta de que sólo desde la empatía las cosas y uno mismo cobran realidad. Una realidad que el propio modus operandi de la sociedad norteamericana, altamente tecnologizada y puritana, parecía querer robarles. De la experiencia artística se puede decir algo parecido: nos saca, aunque sólo sea por un momento, de la edad de hielo psíquica en la que vivimos, de la nube de opiniones, del entumecimiento y la insensibilidad, del ego amurallado que fomenta el estilo de vida contemporáneo.

La obra de arte ofrece su hospitalidad frente a esa atmósfera gélida y atomizada. Al tener vida propia, permite que sus interlocutores participen de un organismo espiritual. Esta es la razón por la que Martel afirma que la obra impone una grieta a su creador, pero también lo hace a quienes la contemplan o recrean: en la lectura, por ejemplo. Creo que fue Donald Davidson el que dijo que inventar una metáfora y revivirla eran actividades igualmente creativas. Esa es la magia del arte, siempre desborda la visión del creador, siempre dice más de lo que ha pretendido decir. Y esa magia participativa sugiere algo inquietante: quizá «lo que llamamos creatividad no sea tanto algo que posee el ser humano como algo que opera a través de nosotros por sus propias razones.» La mente humana como teatro o cueva (donde resuenan ciertos ecos) en lugar de cómo manantial o fuente de la experiencia creativa. De ahí de ese ascetismo que requiere todo acto creativo, esa actitud servicial y receptiva, ese dejarse atravesar por el rayo que no cesa. Un dejarse llevar que alude al ropaje de los sueños con el que nos vestimos cada noche, a la frontera, constantemente atravesada, entre naturaleza y cultura. La consecuencia de todo ello es clara: «La mente no puede contemplar la naturaleza desde fuera de sí misma». Ni siquiera las creencias más consolidadas de la física o la biología, el ADN, la selección natural, la gravitación o el Big Bang, permiten atisbar el grado en entrelazamiento de la psique con el mundo que supuestamente la rodea. Ambos mundos, el físico y el imaginal, son aspectos de un único fenómeno (de una única sustancia, como diría Spinoza). Cada noche renunciamos a ejercer control sobre esas fuerzas creativas desatadas que nos ha sido permitido contemplar (y que por supuesto no son independientes de nuestra vida mental durante la vigilia). Desde esta perspectiva son fuerzas invisibles las que dirigen el pincel o la pluma. Como recuerda Jung, la impresión de crear en libertad es ilusoria: «el artista cree nadar cuando de hecho está siendo arrastrado por una corriente».

Lo que hemos llamado mundo físico o mundo racional depende de una narración (eso es la razón y no otra cosa) de corte mecanicista. Ahora constatamos que es algo así como una prolongación de «memorias de subsuelo», de otras narraciones (míticas, oníricas) en un contexto histórico. De ahí que la obra de arte, a través de la grieta que abre entre un mundo y otro, permita descubrir sustratos ocultos de lo real que, curiosamente, a veces sirven de oráculos. La razón es sencilla: dan una visión de las fuerzas psíquicas que conforman nuestro presente (el eterno clamor de fuerzas que era el cosmos para Heráclito). No son tanto productos de la cultura como productos de la naturaleza.

Lo bello no es lo útil, como decía Bergson, hay infinidad de cosas útiles que no son bellas. Tampoco hay que pensar que la ciencia tenga como finalidad la proliferación tecnológica. El hombre siente el impulso de conocer por conocer, de satisfacer ciertas aspiraciones de orden intelectual o moral. Martel lo advierte: «no es la tecnología la que se adapta a nuestros deseos, sino nuestros deseos los que han de adaptarse a la tecnología». Nuestra Hiroshima espiritual resulta de confundir individuación con individualismo. La primera es la expansión indefinida de yo, de modo que la pregunta sobre dónde termina uno mismo y dónde empieza el mundo deja de tener sentido». El individualismo (adquisición de fama o riqueza) es una parodia espectral de la individuación. Y concluye: «Sólo el arte puede contrarrestar la típica mentalidad moderna que intenta persuadirnos de que el verdadero propósito del ser humano es apropiarse de todo, diseccionarlo y controlarlo todo, y de que incluso los misterios más profundo son sólo problemas que esperan solución».