Alguien dijo de él que tenía la rara virtud de construir sus personajes con la misma dignidad, armonía, precisión y majestuosidad que empleaban en su oficio los grandes maestros del Renacimiento, es decir, rozando continuamente la excelencia y la perfección. También se ha dicho que el suyo, al igual que el de algunos colegas dotados de similares facultades, como Lawrence Olivier, John Gielgud, Dirk Bogarde, Michael Redgrave, Ralph Richardson, Ian McKellen, Alec Guinness, Charles Laughton, Peter O´Toole, Trevor Howard o Anthony Hopkins, es un talento directamente heredado de la ilustre escuela teatral británica, cuyos antecedentes hunden sus raíces en los grandes colosos de la escena anglosajona, como William Shakespeare, Christopher Marlowe, John Donne o Ben Johnson, adecuadamente adaptados, claro está, a las necesidades expresivas de un medio que potencia, como ningún otro, el poder evocador de una buena interpretación: el arte cinematográfico.

Sea como fuere, lo cierto es que en la vasta y muy solvente carrera cinematográfica de James Mason (Hudderfield, Yorkshire, Reino Unido. 1909 / Lausanne, Suiza. 1984) se cuentan por decenas las actuaciones en las que aparece impreso su inimitable sello personal, decenas de ejemplos donde se pone de relieve la proverbial versatilidad de este mago de la simulación al que, curiosamente, jamás le concedieron un Oscar, a pesar de haber sido nominado al Mejor Actor por Ha nacido una estrella (A Star is Born, 1954), de George Cukor, y al Mejor Actor Secundario por La soltera retozona (Georgy Girl, 1966), de Silvio Narizzano, y por Veredicto final (Verdict, 1982), de Sidney Lumet, tres de sus más elogiadas intervenciones que revelan, desde perspectivas diversas, su capacidad para mutar en personajes dotados de una gran complejidad moral, como el atormentado actor alcohólico que protagoniza en el famoso filme de Cukor o el veterano abogado criminalista de la película de Lumet, paradigma por excelencia de la sobriedad interpretativa y de la economía gestual.

Aunque su trayectoria profesional se inició en 1935 de la mano de su compatriota Albert Parker en Late-Extra, un extraño filme donde se visualizaría su competencia para la composición de personajes de calado, su popularidad le llegaría doce años después gracias a su memorable actuación como un rebelde irlandés en Larga es la noche (Odd Man Out), de Carol Reed, papel que le abriría las puertas de Hollywood donde su estrella resplandecería con más intensidad que nunca, trabajando a las órdenes de gigantes de la dirección como Vincente Minnelli, Max Ophüls, Mervyn LeRoy, Henry Hathaway, John Farrow, Nicholas Ray, Robert Rossen, Alfred Hitchcock, Robert Wise, Joseph L. Mankiewicz, Stanley Kubrick, Richard Brooks, Anthony Mann, John Huston, Sam Peckinpah, Jack Clayton, Michael Powell o Richard Fleischer. Con Hathaway, por ejemplo, representó, con un equilibrio y un rigor dramático admirables, al ambiguo y torturado mariscal Rommel en Rommel, el zorro del desierto (The Desert Fox, 1951), uno de sus más afortunados trabajos cinematográficos, que repetiría dos años más tarde con igual fortuna en Las ratas del desierto (The Desert Rats), dirigido esta vez por Robert Wise.

Personificó a Norman Maine, el actor que masca su tragedia personal en el Hollywood de los años en Ha nacido una estrella, bajo la inteligente dirección de Minnelli y en compañía de la esposa de éste, Judy Garland. Se trata de una de las radiografías más sombrías e inclementes que se hayan hecho nunca sobre la fauna hollywoodiense y, posiblemente, uno de los títulos dramáticos más inspirados de su director.

Junto al injustamente olvidado Richard Fleischer dio vida al legendario capitán Nemo en 20.000 leguas de viaje submarino (20.000 Leagues Under the Sea, 1964), quedando en el imaginario de muchas generaciones de espectadores como la encarnación más genuina del célebre personaje creado por Julio Verne.

Tampoco podemos ya disociar del recuerdo de Lolita (Lolita, 1962), la impúdica y transgresora novela del escritor polaco Vladimir Nabokov, al atribulado Humbert Humbert que Mason interpretó para la película homónima de Stanley Kubrick junto a Sue Lyon, Shelley Winters y Peter Sellers, un personaje impenetrable, oscuro y obsesivo ante cuyo desafío el actor alcanzaría una de sus más altas cimas profesionales.

El maestro Hitchcock le brindaría también otra gran oportunidad para el lucimiento de su genio encomendándole el papel del codicioso, elegante y despiadado Philip Vandamm en Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959), otro personaje perfectamente ajustado a su refinado e inquietante perfil que habrá de enfrentarse, a su pesar, al irónico y perplejo Roger Thornhill (Cary Grant) en su empeño por descifrar el aparatoso enredo en el que se halla involuntariamente implicado tras ser confundido con alguien al que ni siquiera conoce.

Sin embargo, su bien ganado prestigio en los platós estadounidenses no le impide que, en 1960, regrese a su Inglaterra natal para encarnar a un tipo clave en la vida del poeta y dramaturgo irlandés Oscar Wilde en la película de Ken Hughes Los juicios de Oscar Wilde (The Trials of Oscar Wilde), un filme irregular, como casi todos los que dirigía este prolífico e impersonal cineasta británico, donde Mason aporta sus habituales dosis de austeridad expresiva junto a un excelente Peter Finch en el papel del mítico escritor decimonónico.

Cúspide

Bien entrada la década de los años sesenta, y en plena cúspide de su carrera artística, Anthony Mann decide incluirlo en el reparto multiestelar de La caída del Imperio romano (The Fall of the Roman Empire, 1963), una de las más populares megaproducciones de Samuel Bronston, donde se introduce, con su prodigioso sentido de la contención gestual, en la piel del sabio, templado y bondadoso Timoniades, el filósofo griego que aconsejaba al gran Marco Aurelio en sus decisiones políticas y militares. El emperador romano lo interpretaba en este filme Alec Guinnes, cuya composición lucía con la misma luminosidad, vigor y transparencia que la del propio Mason. Ciertamente, un duelo interpretativo de los que hacen historia.

Tras su más que encomiable trabajo en esta inolvidable película, la carrera del actor se deslizaría por derroteros tan diversos que acabaría prestando su prestigio a muchas producciones que no sólo no estaban a la altura de su talento sino que contribuirían a ensombrecer su brillante carrera con intervenciones tan inútiles como las que realiza en mediocridades del calibre de El fin de Sheila (The Last of Sheila, 1972), de Herbert Ross; La leyenda del lago mágico (The Water Babies, 1978), de Lionel Jeffries; Lazos de sangre (Bloodline, 1979), de Terence Young; Rescate en el Mar del Norte (North Sea Hijack, 1980), de Andrew MacLaglen; Los desmadrados piratas de Barba Amarilla (Yellow Beard, 1983), de Mel Samski, y en un largo rosario de títulos perfectamente ignorables.

Sólo su aparición en Veredicto final en 1982, bajo la batuta del gran Sidney Lumet, y con un espléndido Paul Newman como ilustre partenaire, nos devuelve al Mason más imaginativo, fascinante y demoledor.