El Brujo nos ha traído a la nueva edición del Festival de Teatros Romanos de Andalucía la obra El asno de oro, una adaptación dramatizada de la novela de Apuleyo. Como era de esperar, Rafael Álvarez El Brujo, nos hace su particular versión de un texto monologado que luego aprovecha para intercalar con otras anécdotas. Lo cierto es que la fórmula le viene dando buen resultado desde hace tiempo y que el espectador lo que espera ver es eso. Pero también es cierto, que el espectador lo que espera es reír con el ingenio del actor, independientemente del texto elegido y del posible análisis subyacente. Y tampoco parece que el propio actor quiera salirse del guion.

No cabe duda que El Brujo es un maestro a la hora de manipular a los asistentes. Que es un comunicador nato y que tiene una habilidad impresionante para encandilar a la gente. Pero hay un peligro. No siempre está uno en las mejores condiciones. Y no me refiero exclusivamente a las físicas, que se le ve bien. A veces es el lugar, la cercanía, la lejanía. O quién sabe, haber pasado una mala noche de calor de estas que ahora nos rodean. Pero lo cierto es que El Brujo no pareció estar esta noche en su mejor momento. Estuvo bien, dicharachero, entretenido, divertido, ocurrente. Podría decirse que cumplió con una absoluta profesionalidad y corrección con lo que se espera de él. Pero dónde estaba la chispa que hace saltar a los espectadores, a aquellos que les hiere y a aquellos que les complace.

El texto, sin El Brujo, podría ser una sinopsis divertida de una novela hecha por cualquier buen profesor de literatura de instituto moderno, de los que interactúan con sus alumnos de un modo diferente al más académico. Se trata de la novela, la única novela conocida de su época, y que narra las desventuras de un joven que tras aventurarse por el mundo y vivir diversas peripecias sexuales y mágicas se ve transformado en un burro. Con esa nueva condición vive una vida que le lleva de dueño en dueño y puede así conocer otro punto de vista de la realidad. Al final, y tras una reconversión espiritual, vuelve a su estado humano, pero ya transformado como persona. Se trata de un viaje personal adornado de elementos satíricos que acaba con una reflexión profunda sobre los hombres.

Naturalmente es algo complicado de poner en escena, y la fórmula de el Brujo lo permite. Pero echamos en falta esa habilidad para sustraerse de la narración y reconvertirla en el siglo XXI con su visión crítica del momento. Eso sí, posibilidades para la risa las hubo.