Mira que me costó cogerle el tranquillo. Quizá porque El cuento de la criada (The Handmaid´s Tale) llegaba arropada por tantos elogios que, inconscientemente y por prudencia, uno siempre se pone en guardia. Y lo cierto es que los primeros capítulos no invitan al optimismo porque la propia estructura de la serie y su ritmo lánguido, reforzado por una atmósfera gélida que corta el paso a cualquier brote de emoción, escatima información que favorece al desconcierto. Por ejemplo, cuesta creerse que la sociedad norteamericana haya caído en manos de unos fundametalistas religiosos que convierten a las mujeres fértiles en «úteros con piernas». Se nos da por hecha la situación con vagas alusiones a una especie de golpe de estado puritano en nombre de dios, pero se impone sentir cierta incredulidad ante la falta de resistencia no ya ciudadana sino global ante la demencial dictadura impuesta.

Solo cuando avanza más la historia hay algunos flashbacks más informativos pero aún así los prolegómenos se mantienen en una especie de nebulosa metafórica que, además de permitir que los costes no se disparen, ayuda a concentrar el fuego distópico sobre unos personajes muy concretos que actúan a modo de arquetipos: la guardiana tan malvada que por momentos parece una caricatura, el comandante pecador tentado por el placer prohibido, el chófer atraído por una rebeldía de cariz amoroso, la esposa a la que el deseo de ser madre convierte en un monstruo, el marido que desde la libertad jalea la resistencia de su esposa cautiva sin saberlo, la criada mutilada que por amor a su bebé es capaz de todo...

Y, sobre todo, nuestra protagonista, cuya evolución psicológica es, con mucho lo mejor de la función. Por ella mantuve el interés en esas primeras entregas que invocaban la indiferencia. Elizabeth Moss ofrece una de esas interpretaciones llamadas a ser recordadas durante mucho tiempo. Con una cámara empeñada en atraparla en primeros planos que exigen una amplísima variedad de registros y una rotunda capacidad de transmitir emociones solo con la mirada, Moss construye una obra de arte interpretativa ante la que el resto del reparto palide de forma inevitable, aunque en el caso del casi siempre nefasto Joseph Fiennes sirva de estímulo y esté menos inexpresivo. La evolución del personaje de Moss es lo que hace crecer dramáticamente la serie hasta alcanzar en sus dos últimos capítulos unas cotas de dramatismo y tensión más que notables. Ese momento en el que Moss descubre el poder que le otorga su condición de madre fértil frente a la tirana que la necesita, con reminiscencias de la célebre escena del «Yo soy Espartaco», es uno de los instantes cumbre de la temporada televisiva.

Y cuando suena la frase «no debieron darnos uniformes si no querían que fuéramos un ejército» las piezas encajan y adquiere todo su sentido revolucionario ese plano escalofriante en el que Moss pasa de la desesperación absoluta por su hija al odio total contra sus captores: ha nacido una madre coraje. Ya podéis rezar, malditos tiranos.