Si hubiera justicia en este mundo tú estarías preso. Así de clarito le hablan a Javier Peña, agregado de la DEA en Colombia que se empeñó en capturar a Pablo Escobar aunque fuera necesario pactar con el mismísimo diablo. Los héroes no siempre tienen el armario limpio en su lucha contra los villanos. Las dos primeras temporadas de Narcos tenían a un malvado en la diana que daba mucho juego. Dio buen resultado en la primera tanda y patinó en la segunda, cuando el acento ridículo y los rictus repetidos hasta la saciedad de Wagner Moura llamaban demasiado la atención porque los guiones y la realización no funcionaban y lo que antes era chocante pasaba a ser motivo de distracción e inverosimilitud. Casi cómico.

Muerto Escobar, Narcos vuelve a cobrar vida. Ser coral le sienta bien. Ya no hay un solo foco de atención sobre una figura porque el cartel de Cali tiene varios cabecillas de muy distinto pelaje. Más discretos aunque igualmente letales en sus acciones, don Gilberto y compañía carecen del ramalazo histriónico de Escobar y prefieren no dejar rastro de sus cadáveres, salvo cuando saca la pistola a pasear un contundente Alberto Ammann. En una Colombia definida como una «URSS con buen clima» por la cantidad de sobornos que la convierten en un escenario inmenso de confidentes donde las grabaciones comprometedoras imponen la ley del silencio, estos nuevos malvados tienen un sentido familiar aparentemente blindado y saben cuándo apelar al dinero para comprar voluntades sin descartar tampoco métodos más sanguinarios. Sin embargo, la serie no se centra tanto en el dibujo psicológico de los jerifaltes, un poco estereotipados a veces, como en los tormentos y riesgos que asume un jefe de seguridad que cambia la lealtad por la traición pura y dura.

Bien interpretado por el actor sueco Matías Varela (sí, sueco, pero disculpa su acento neutro), este hombre que intenta salir del lado oscuro para dar a su familia una vida distinta proporciona los mejores mejores momentos, sobre todo en unos capítulos finales donde la tensión en la boca del lobo alcanza niveles extraordinarios. «Yo soy un buen hombre», le dice atormentado a su mujer... para rectificar acto seguido un verbo que resume a la perfección su estado de devastación moral: «Era...». Y es que en su calvario hacia una posible libertad tiene que sacrificar muchas cosas, incluida la amistad.

Odisea

No hay mucha sangre en esta odisea contra los Caballeros de Cali, aunque sí escenas en las que se opta (menos mal) por la prudencia a la hora de mostrar las brutalidades: un desmembramiento con motos, ejecuciones con motosierra, cadáveres envueltos en alambre para que, al ser arrojados al río, se hinchen y sean cortados en pedacitos para que los peces hagan su trabajo de limpieza de pruebas... También hay algún momento de acción demasiado peliculero, como cierto tiroteo en una barbería a cámara lenta y toalla en llamas, y otro también previsible en una fiesta, pero, en general, la serie acierta en el ritmo y la verosimilitud... salvo cuando a Javier Cámara se le olvida seguir con el acento.

Bastante ácida en sus críticas a las sombras de la clase política colombiana y estadounidense, y de las que Peña decide desertar por decencia y dignidad, Narcos apunta alto para su siguiente entrega: México. Las fosas del horror esperan, probablemente sin Peña al frente.