Hay libros que son altares ante los que se postran devotos seguidores atraídos por universos de fantasía desbordante. La Torre Oscura es uno de ellos. Y aunque Stephen King no lo confiese, la adaptación al cine que llegó hace unas semanas es mala de narices. American Gods es otro texto imán. Su autor, Neil Gaiman, puede sentirse, al menos, aliviado. Sus lectores se dividirán entre los que aprecian el esfuerzo de intentar convertir en imágenes una novela tan retorcidamente extraña y los que consideren que se ha simplificado todo de forma harto pueril. Y muchos de los que no lo hayan leído probablemente pensarán que les están tomando el pelo y optarán por la huida. Lo cierto es que la serie oscila entre una hipnótica capacidad para forjar imágenes impactantes y una vulgarización de las ideas de Gaiman con algún que otro socavón de tedio en algunos capítulos.

El prólogo hace temer lo peor: una escabechina con vikingos que imita los delirios sanguinarios de aquella Spartacus también producida por Starz, con miembros arrancados de cuajo y sangre a chorro por doquier. Por fortuna, pasamos a la cárcel donde está el protagonista(un alivio, según él), le vemos hablar con su esposa por teléfono, faltan pocos días para que salga libre, al fin volverá con ella, adiós a los barrotes. Besos le esperan. Pero llegan una noticia buena y otra mala, como le acuchilla una lengua malvada, la buena es que será libre antes, la mala que su mujer ha muerto en un accidente. Y nuestro atormentado Shadow Moon (un aceptable Ricky Whittle) iniciará un regreso al lugar donde esperaba ser feliz y en el que le espera el dolor y también una verdad que no esperaba sobre su mujer. Por el camino, conocerá a un personaje de aires mefistofélicos (Ian Mc Shane siempre borda estos personajes) con el que iniciará una relación como mínimo rara. Y cargada de sorpresas y vaivenes inquietantes. En sus primeros tramos, American Gods tiene pinta de ser un melodrama con ribetes de intriga, brotes de culebrón decapitado por una realización preciosista con planos que a veces (cor)rompen la linealidad narrativa. Incluso la coherencia. Cuando los elementos más fantásticos se hacen dueños y señores de la función, la serie alterna errores (las escenas sobrenaturales en las que se pone en un platillo de la balanza el corazón de la persona fallecida con plumas) con aciertos, especialmente cuando irrumpe en la trama un personaje que escapa de su tumba y vaga por el mundo con un brazo arrancado y ansias de... Humor macabro, amor fúnebre.

A partir de cierto momento, el desenfreno en la escritura de American Gods es tan acusado que la única forma de disfrutarla es esperar como sangre de mayo esos momentos en los que la cámara escupe fuego (esa matanza de inocentes en la orilla, esa lluvia de balas que cae del cielo...), y dejar que pasen de largo los que bordean el ridículo o el sopor. Esperemos que la segunda temporada quite el mal sabor de boca que deja el final del último capítulo, con esa fiesta llena de Jesucristos y una revelación de McShane que suena a chiste de dioses locos.