Tomo prestado el título de una estimable novela de Allan Hollinghurst del mismo nombre, para describir el recorrido que me lleva a escribir hoy sobre William Morris. Hace unos días escribí sobre La librería, la magnífica película de Isabel Coixet, adaptación de una novela del mismo título de Penélope Fitzgerald, quien, a su vez, debutó en el mundo literario a los sesenta años con una biografía del pintor Burne-Jones, prerrafaelita e íntimo amigo de William Morris y quien le enseña el camino del gótico y la belleza, a través de Ruskin. He ido a ver la didáctica, útil y bella muestra (como Morris querría), que sobre él y sus amigos expone la Fundación Juan March, justo después de ver la película de Coixet. El efecto ha sido realmente mágico. La línea de la belleza existe misteriosamente, uniendo puntos, personas, actos y situaciones que encierran un mensaje oculto, que es preciso descubrir, como un grial al que se llega después de superar muchas pruebas. Esas pruebas, en este caso, son estudio, libros, viajar (que no es hacer turismo) y pensar.

William Morris es algo más que un diseñador de papeles y socialista utópico. Es novelista, ensayista, diseñador, artesano, empresario, poeta, traductor, bordador, tejedor, tintorero, ilustrador, calígrafo, tipógrafo, conferenciante, editor, impresor, defensor de la conservación de edificios históricos, ecologista, agitador político y finalmente socialista utópico, pasado por Erasmo y John Ruskin. Escribo en presente de una forma consciente y premeditada, porque la obra y el pensamiento de Morris tienen tal vigencia hoy en día, que sin él no se entendería ni siquiera el movimiento vintage.

La vida de William Morris transcurre durante el reinado de Victoria, Regina Imperatrix (título oficial de la soberana, tras la ofrenda de la corona de la India por Benjamin Disraeli), época de esplendor político y cultural, durante la que el desarrollo industrial se expande brutalmente por Inglaterra. Y digo brutal también conscientemente. Bajo el brillo de las casacas de los uniformes del ejército británico latían la pasión, el ardor y el patriotismo de Kipling (o el de Tennyson con su oda «seiscientos cabalgaron por el Valle de la Muerte» durante la carga de la brigada ligera en Balaklava), mientras el escaso sol de las islas se ocultaba bajo torbellinos de humo negro, que se elevaban en los cielos de las grandes ciudades, el hambre hacía estragos en Irlanda, los niños trabajaban en las fábricas y los deshollinadores que rodeaban a Julie Andrews no cantaban precisamente canciones de azúcar. Como aún sigue ocurriendo en los conciertos de Septiembre en el Royal Albert Hall (los Proms), aunque el Imperio ya no exista físicamente, existe en los corazones británicos, que, hoy como ayer, siguen cantando Rule Britania, rule the waves!

En medio de esta contradicción, Morris piensa, crea un movimiento y finalmente actúa. Ruskin, su maestro, había escrito que los términos se estaban invirtiendo de tal forma, que el mundo estaba pasando de mariposa a gusano y no al revés. La fabricación industrial en cadena le parece una explotación en la que el trabajador no puede aportar nada de su espíritu creador, al limitarse a hacer un movimiento mecánico, siempre el mismo. La derogación de la esclavitud en el Imperio en 1833 se ha visto sustituida por la esclavitud del desarrollo capitalista salvaje. Las condiciones de vida en las ciudades industriales británicas se hacen más despiadadas e inhumanas que nunca. Y un grupo de jóvenes, encabezados por él, piensan en la elevación del espíritu, la nobleza del alma, el estudio, la obra bien hecha, el aunar belleza y utilidad, la vuelta a la Sweet Merry England, al campo, a la manufactura, al uso de materiales nobles, como el papel, la madera, el vidrio, el latón€ Y todo eso les lleva a Camelot, a la Table Ronde, a Arturo, Sir Gallahad, Sir Lancelot. Les lleva a la búsqueda del Santo Grial, en forma de una vuelta a los orígenes, al idealizado mundo gótico, a concebir el trabajo como una expresión del espíritu y no como una maldición bíblica.

Morris lleva a cabo una verdadera revolución en el mundo de las artes decorativas (que dejan de ser artes menores), en el intento de que un hogar sea un lugar bello y útil, en el que todo objeto ha de tener una función y estar revestido de belleza. Se trata de hacer la vida más humana, o mejor dicho, de hacerla humana. La aristocracia del pensamiento y la inteligencia, guiando al pueblo a la tierra prometida (Land of hope and glory€). Una obra de arte es simplemente algo bien hecho. Y siempre con un toque de naturalidad y destierro absoluto de la ostentación. Cambia hasta el diseño de los jardines, vigente desde Capability Brown, para introducir el desorden natural en la excesivamente perfecta campiña inglesa. Y desde ahora, como escribió Virginia Woolf, una mujer necesita su propia habitación para ser plenamente independiente.

Irremisiblemente, todo esto tiene una contrapartida inevitable: lleva al elitismo y al encarecimiento de los productos que salen de Morris, Marshall,Faulkner & Co. Por eso, Morris pasa a la acción y se hace activista político, en una confusa mezcla de ideas, que van de Erasmo, al socialismo, pasando por Ruskin. Esta es la vertiente menos interesante, en mi opinión, del movimiento Arts & Crafts. El movimiento Fabiano, el cartismo y el cercano sufragismo y hasta el socialismo se hubieran producido de igual forma, sin la aportación de William Morris. El cambio en las formas de vida casera cotidiana, no. La que realmente sigue vigente hoy en día es la que podemos ver en muchos rincones de nuestras actuales ciudades occidentales. La de los jóvenes que se van a pueblos abandonados a cultivar la tierra con métodos ecológicos. La de la creación de tiendas, talleres, pequeñas fábricas en las que todo lo que se utiliza son materiales orgánicos, naturales, no industriales, no químicos. Un mundo, que existe, en el que se huye de lo superfluo, lo inútil y lo feo. Y en medio de este camino, de esta línea de la belleza, se quedaron la Bauhaus, la Secesión vienesa, el Modernismo, el Racionalismo y todos los ismos que tienen su origen en esta mente visionaria prodigiosa. Hace dos o tres años, en un momento de crisis personal, se me ocurrió averiguar si realmente era tan torpe con mis manos, como pensaba. Me fui al taller de Victoria y Marta, y entré en un mundo más allá de Narnia. Un mundo maravilloso y duro, a la vez, como describe C.S. Lewis en las crónicas. Me enfrenté a los decapantes, a las lijas, a la cera al agua, a la goma laca a muñequilla y descubrí que mis manos no eran torpes, que el olor de la madera no tiene comparación con otro en pureza, reciedumbre y solidez, que ir descubriendo poco a poco, a base de paciencia, cariño y mimo, las vetas y los nudos de un tablero de roble, o nogal es fascinante y que la terminación de una obra física, que uno ha hecho por sí mismo con sus manos, es incomparablemente más gratificante, que cualquier trabajo intelectual, incluido escribir este artículo.

Como muchas veces ha ocurrido a lo largo de la Historia, la síntesis del pensamiento de este grupo de hombres y mujeres visionarios, no lo escribió el fundador, sino uno de sus seguidores.

En Cheltenham, Joseph Cribb escribió: «Hombres ricos en virtud dedicados al estudio de la belleza en la paz de sus hogares».