Si nos sumergiéramos más a menudo en la memoria del séptimo arte, en ese inmenso desván donde reposan las más imprevisibles y sorprendentes reliquias artísticas, podríamos encontrarnos con ciertas claves que explicarían algunas de las derivas estéticas que están marcando hoy la evolución de muchos de los llamados cines emergentes; de ahí nuestra insistencia en el fomento de esta saludable práctica intelectual y en el diálogo consiguiente que se establece entre el pasado y el presente cada vez que encaramos esa falsa dicotomía entre lo viejo y lo nuevo a la que nos quiere conducir la miopía de una industria orientada, primordialmente, a la obsolescencia programada de sus propios productos. Pero, en el fondo, el arte verdadero, el que nunca caduca, el que ocupa un lugar irremplazable en nuestra memoria, responde siempre a unas reglas no escritas que impulsan su pervivencia en el tiempo.

Permítame el lector esta pequeña reflexión antes de entrar en la materia central del presente artículo porque lo que en él pretendemos exponer es, en resumidas cuentas, el recuerdo de un viejo cineasta del que ningún director de fuste de nuestros días se atrevería a renegar, un maestro del que se pueden extraer muchísimas lecciones acerca de ese concepto a veces tan vago y abstruso de "puesta en escena" en el que para muchos se resume la esencia del arte cinematográfico, un autor con mayúsculas bajo cuya dirección desfilaron estrellas del calibre de James Stewart, Kirk Douglas, Joan Fontaine, Henry Fonda, Anne Baxter, Sophia Loren, Gary Cooper, Barbara Stanwyck, Robert Taylor, Robert Ryan, James Mason, Charlton Heston o Eric von Stroheim.

Provisto de un talento artístico tan reluciente, sólido y versátil como el de John Ford, Howard Hawks, Henry Hathaway, King Vidor, William Wyler, Nicholas Ray o Raoul Walsh, y proclive, como todos estos grandes demiurgos del cine clásico, a transitar por los senderos del far west, Anthony Mann (California, EEUU, 1906 / Berlín 1967) fue uno de los cineastas norteamericanos que mejor entendió la compleja mitología del western, a pesar de que su recorrido por el género no llegaría a ser tan dilatado y fecundo como sí fue, por ejemplo, el de Ford, el de Hathaway o el de Walsh, tres nombres decisivos en su formación futura como cineasta desde que emprendiera, en 1942, su carrera tras las cámaras con Dr. Broadway, tras una larga y discreta carrera como actor en los escenarios de Broadway.

Hombre de luminosa personalidad, estricto, vitalista y coherente hasta el delirio, nunca abjuró de la variada gama de influencias que confluyen en su estilo cinematográfico, ni renunció a utilizar los escenarios naturales como algo más que un simple ornamento visual, de ahí que entre sus rasgos estilísticos más notables destaque ese sentido marcadamente plástico que le imprimía siempre a sus imágenes y una tendencia irrefrenable a cubrir de idealismo y coraje el perfil de la mayoría de sus personajes.

Con Winchester 73 (Winchester, 73, 1950), Horizontes lejanos (Bend of the River, 1952), Tierras lejanas (The Far Country, 1955), que protagoniza James Stewart, escribe Borden Chase y produce Aaron Rosenberg para los estudios Universal, y, en menor medida, con Colorado Jim (Colorado Jim, 1953), y El hombre de Laramie (The Man from Laramie, 1955), cinco de sus más elogiados trabajos, aportó una nueva sabia poética a las populares películas «del oeste», cimentado las bases de lo que, algunos años más tarde, se conocería como el western crepuscular y que directores de la enjundia de Sam Peckinpah, Sidney Pollack, Walter Hill o Arthur Penn desarrollarían años después hasta atravesar en algunos casos los límites de la tragedia en títulos que el tiempo se ha encargado de convertir en auténticas leyendas vivas del mejor cine hollywoodiense.

Apoyado en la figura de James Stewart como protagonista absoluto, el autor de Cimarrón (Cimarron, 1960) construye a través de estas enérgicas películas un sólido y eficaz andamiaje ideológico que le permite indagar en profundidad en el compromiso moral del héroe westerniano en su enfrentamiento con un mundo que exuda hostilidad, tensión, racismo y violencia por todos sus poros. Pero mucho antes de patentar su propio estilo como autor de westerns, Mann fue, además de actor en los teatros de Broadway, ayudante de dirección del gran Preston Sturges y director, entre 1942 y 1956, de numerosos filmes noir, como Strangers in the Night (1944), The Two O´clock Courage (1945), The Bamboo Blonde (1946), Desperate (1947), Trampa para un inocente (Railroed, 1947), La Brigada suicida (T- Men, 1947), Raw Deal (1948), El reinado del terror (Reing of Terror, 1949) o Serenade (1956), muchos de los cuales permanecen aún inéditos en los cines españoles, y con los que logra entrar por derecho propio en la nómina de los grandes creadores del cine negro norteamericano, al tiempo que aparece en las páginas de la prestigiosa revista especializada francesa Cahiers du cinéma proporcionándole la carta de naturaleza que le convertiría, para la crítica europea, en un realizador con sus propias señas de identidad y en uno de los más sólidos pilares del cine estadounidense de la década de los cuarenta.

En los años cincuenta, en plena efervescencia del cine bélico, también consigue imponer su personalidad creadora con un drama tan sobrio, templado y contundente como La colina de los diablos de acero (Man in War, 1957), filme de una dureza inusitada que se aleja ostensiblemente del tono propagandístico tan frecuente en aquellos momentos en el cine de Hollywood para penetrar con la precisión y fuerza de una aguja hipodérmica en el corazón de un pelotón de combatientes estadounidenses durante los últimos meses de la guerra de Corea. Esta amarga y sombría película, magistralmente interpretada por Robert Ryan, Aldo Ray y Robert Keith, refleja una vez más la admirable capacidad de Mann para surcar las aguas de un género archiestereotipado sin necesidad de hundirse irremisiblemente en ellas, como sí ha venido sucediendo con muchos de sus colegas a lo largo de la historia.

Tampoco su entrada triunfal en el cine épico de la mano del inefable Samuel Bronston pudo acabar con su espíritu inquieto e inconformista pues, además de salir airoso de aquella singular batalla profesional, aportó con su nueva experiencia razones sobradas para ratificar su inagotable sensibilidad tras las cámaras, cosa que no alcanzó a observar Kirk Douglas cuando, en calidad de productor, decidió que no era la persona más apropiada para llevar las riendas de Espartaco (Spartacus, 1961) y, en pleno rodaje, lo sustituyó por un joven realizador y reconocido fotógrafo de Life, de origen neoyorquino, llamado Stanley Kubrick. La anécdota hubiera resultado insignificante de no ser por los derroteros que adquiriría su carrera a partir de ese mismo año de la mano de un productor legendario.

Tanto en el caso de El Cid (El Cid, 1961), cono en el de La caída del Imperio Romano (The Fall of the Toman Empire, 1963), dos de las seis megaproducciones financiadas por Bronston en tierras españolas, Mann demostró que, pese a las dificultades que entrañaban unos rodajes tan aparatosos y complejos, su talento permanecía intacto y su reputación profesional aupada gracias a las formidables críticas cosechadas entre la prensa norteamericana.