Hay algunos libros, ciertas páginas, escondidos párrafos que ejercen sobre el lector tal fuerza magnética que le obliga a volver a ellos conforme pasan los años y se enferman los días. Son libros a veces duros e incómodos que brindan a cambio las escurridizas respuestas al desasosiego del avanzar en el vivir. Hablan, y es verdad, de muy pocas cosas: la muerte, el dolor, la pena, el inquietante peso de la vida, el destino, la soledad, eso que llamamos la conciencia del existir y el extinguir. Luego, menos mal, también hay libros que son como cojines mullidos para que el respaldo de la silla que nos ha tocado ocupar en el circo de la perpetua risa no se nos haga demasiado insoportable. Es la doble cara de la literatura, el haz y el envés. O sea, el ying con su yang.

Hay entonces en el envés, en el yang determinados libros que nos conmueven hasta las entrañas. El buen soldado. Hay libros que nos perturban y aterrorizan y nos conducen al límite de la experiencia humana. La filosofía en el tocador. Hay libros que nos embaucan y engañan e hipnotizan y poseen por tanto una magia inagotable y tantálica. Cien años de soledad. Hay autores a los que uno vuelve porque siempre nos están ofreciendo mucho más de lo que somos capaces de adivinar y aprender. Rulfo, Beckett, Sábato. Y de repente lo que pensamos es que no hay libros sino talentos, gentes que ni a lo mejor sospechaban lo que iban a significar un tiempo después, pero que se alzan con una fuerza y una visión de la tragedia humana que podemos considerarlos una suerte de extraños, misteriosos, escurridizos, impertinentes demiurgos. Son la horda salvaje e insobornable de los Antunes, Woolf, Dostoyevski, Brönte.

Hay también los libros que leemos para recuperarnos, retomar las fuerzas, darle descanso al saturado cerebro, obras de transición entre etapa y etapa y que nos permiten tomar resuello y afrontar con garantías los grandes puertos de la literatura, esos ochomiles que muchos nunca llegaremos a coronar en su totalidad. Habitan en el haz, en el ying y se leen sin disimulo al amparo o cobijo de una sombrilla atestada de playa mientras seis niñatos hipertatuados y piercinlados intentan malabarismos de chiste con un balón oficial que le tocó al más canijo en una tómbola de feria. Forman el grueso de nuestras lecturas y los devoramos como cuando nos premiamos con un atraco ancestral en el Burger King: la saga policíaca creada por Henning Mankell, los desmadres borrachos y pendencieros de Charles Bukowski o las crónicas viajeras de Javier Reverte.

Y hay libros para el otoño y libros para la primavera. Libros que no se pueden leer con calor y los que sólo resisten la lectura en las altas horas de la profunda madrugada. Hay libros a los que nos da miedo volver: tan fuerte y bello fue su impacto en la tonta adolescencia. Hay libros que olvidamos y libros que nos gustaría olvidar. También hay el libro que todos quisiéramos leer y que seguro anda escondido en un recóndito anaquel de una biblioteca de Buenos Aires, ché. Hay libros apretujados en los estantes de las salitas y libros condenados a pudrirse en los rincones cucaracheros de los sótanos remotos. Hay libros que heredaremos y nunca sabremos bien qué mal hacer con ellos. Hay libros que queremos vender y nadie nos quiere comprar y libros que buscamos como un tesoro y no hay pala ni brújula que los consiga desenterrar. Luego están los libros que sabemos que nunca leeremos y por eso nuestra pena es inmensa: que no, que ya no podremos encontrar ni el sosiego, ni la tranquilidad, ni el momento, ni el lugar, ni la luz, ni el silencio para abordarlos; libros a los que sentados en el sillón azul renunciamos porque un serio asomo de ocaso con prisa se alza ya en el horizonte.

Hay libros y libros y más libros todavía, cientos y miles, millones de libros, montañas y montones de libros, libros a mansalva y libros por doquier; hay, sí, una manta de libros. Y debería quizás haber un momento en la vida en que cada cual se diera cuenta de que ya no es necesario leer más. Llegados a los mil libros habría que empezar el desbroce de las librerías. De nuestras baldas, este verano, hemos quitado, con un asomo de vértigo, con un deje de nostalgia, El lobo estepario. Es la hora de la lenta, rumiante relectura. Libros que a los veinte años nos dejaron deslumbrados nos parecen ahora pretenciosos, vacuos, insufribles y otros que apenas alcanzamos a acabar al amparo o cobijo de un verano preñado de la soledad del adolescente (que a lo mejor es la más desquiciante de las soledades y madre por lo tanto de tantos corderos autodegollados) se nos ofrecen pasadas las décadas como auténticos titanes contra el tiempo. Moby Dick. Hay, entonces, algunos libros, ciertas páginas, escondidos párrafos que.