Hace 25 años el controvertido realizador estadounidense Quentin Tarantino emprendía su carrera cinematográfica con Reservoir dogs, un thriller provisto de una violencia inusitada que le abriría de par en par las puertas de Hollywood. Nadie hasta entonces había llegado tan lejos en la descripción visual de la violencia. Ni las sangrientas epopeyas de Sam Peckinpah, ni los sórdidos thrillers de Jean-Pierre Melville, ni los sombríos melodramas del gran Nicholas Ray, ni las polvorientas carnicerías que desataba Sergio Leone en sus populares westerns, ni los estruendos letales de Takeshi Mike en sus relatos de samuráis alcanzaron nunca un rojo tan vivo como el que desprenden las brutales imágenes de Reservoir dogs (1992), la ópera prima del joven e irreverente Quentin Tarantino (Knoxville, Tennessee, 1963).

Un perfecto desconocido cuyo único vínculo hasta entonces con la industria era su precario empleo como encargado de un modesto videoclub en Manhattan Beach durante los años setenta, ocasión que le sirvió, no obstante, para desarrollar su olfato en la captación del cine que inspiraría posteriormente su carrera, visionando todo lo que caía en sus manos: desde el cine de autor más exquisito a los turbulentos filmes de artes marciales, pasando por los westerns de Bud Boetticher, John Ford, Howard Hawks y Sergio Leone; las películas de Hitchcock, los grandes maestros del terror gótico y el giallo italiano que nos legaron maestros del género como Dario Argento, Umberto Lenzi, Antonio Margheriti o Mario Bava.

De ahí que en muy poco tiempo su popularidad se extendiera como la pólvora por todo el mundo y su nombre quedara entronizado por quienes veían en su peculiar estilo de «saqueador» de éxitos ajenos la representación más genuina de la posmodernidad cinematográfica tras la explosiva irrupción en el mercado de los inimitables hermanos Coen. Suya es, por ejemplo, aquella famosa frase, pronunciada tras el sonado estreno de la película en Los Ángeles, con la que intentaba resumir su archicuestionada noción de la violencia.

«No hay tema -decía- más subyugante para llevar a la pantalla que el duelo a muerte entre dos asesinos sedientos de sangre, ver cómo se liquidan lentamente entre ellos sin la menor contemplación y cómo se las ingenian para justificar moralmente sus crímenes, sin coartadas ni cortapisas de ningún género». Toda una declaración de intenciones que le ha venido acompañado, paso a paso, a lo largo de estos veinticinco años de carrera con obras aún más descarnadas, turbias y explosivas, como Los odiosos ocho (The Hateful Eight, 2015), Malditos bastardos (Inglorious Unchained, 2009), Kill Bill vol. 1 y vol. 2 (Kill Bill, 2003/ 2004) o Jackie Brown (Jackie Brown, 1997) que, según parece, y a tenor de la tónica que presidirá su próximo proyecto, no está dispuesto a abandonar, al menos de momento, ya que su apuesta personal por el thriller de alto voltaje como factor preeminente en su dramaturgia permanece prácticamente intacta desde sus propios orígenes. ¿Con qué nos sorprenderá esta vez Tarantino? Parece ser la pregunta más recurrente cada vez que se aproxima un nuevo estreno de este director.

Reservoir Dogs, efectivamente, ya se detenía con ostentosa complacencia en detalles de la narración que, tal vez por cierto pudor profesional o por simple elección personal, la mayoría de los cineastas evitan casi siempre mostrar, pero al propio tiempo abría una nueva perspectiva que le permitiría explorar, con indisimulada ironía, el universo abismal de los asesinos a sueldo y los inflexibles códigos de comportamiento que marcan su relación con la sociedad que les rodea. Tarantino, cuyo inexistente currículo académico no ha sido óbice para que alcanzara la cima de la popularidad entre los sectores más exigentes y sofisticados de la crítica internacional, tuvo la afortunada idea de proponer en su debut como director de largometrajes un enfoque excepcionalmente crudo de la violencia, adobándolo con un soterrado sentido del humor desde el que emanaba una extraña y fundamentalista visión de la existencia en situaciones extremas: vivir continuamente al límite, sin tregua ni arrepentimiento, pero con la conciencia plena de que sus vidas son tan precarias como el vuelo nupcial de una mariposa. Su sello estilístico, fruto de las más dispares y estrambóticas influencias, se convertiría con el tiempo en objeto de culto para legiones de cinéfilos, volviendo a repetir su exitosa experiencia inicial con Pulp Fiction (Pulp Fiction, 1994), otro thriller envuelto en una violencia extrema que, a diferencia de Reservoir Dogs, mostraba una fría e irritante fijación en los mismos estereotipos criminales que, un año antes, le habían servido como excelentes credenciales autorales para obtener el reconocimiento profesional en todos los ámbitos de la industria hollywoodiense de la mano del hoy defenestrado y antaño poderoso e influyente productor independiente Harvey Weinstein, dueño y señor de la boyante compañía indie Miramax.

No obstante, y aunque visiblemente inspirada en algunas de las tradiciones más populares del cine de género, Reservoir dogs es una película, y ahí reside su mayor atractivo, seductora por sí misma, es decir, por su propia capacidad de innovación formal, por su ironía subyacente y, sobre todo, por su radicalidad en la exposición de ciertos escenarios muy recurrentes en la historia del cine norteamericano, como los atracos, las vendette o los crímenes rituales.

Pero, además de la contagiosa frescura de su puesta en escena y la originalidad innegable de sus guiones, dos virtudes que ha venido explotando a lo largo de su escueta aunque espectacular carrera tras las cámaras, las imágenes de Reservoir dogs destilan el aroma inconfundible del cine negro clásico y su propia estructura a base de largas e interminables secuencias sembradas de diálogos de una potencia inaudita y de una tensión tan contenida como inquietante, se inspira, en muchos aspectos, en los juegos experimentales de Jean- Luc Godard, se ajustan como un sofisticado mecanismo de relojería a los esquemas dramáticos del western tradicional, retardando intencionadamente el tempo narrativo en aras de una visión más analítica y distante de los conflictos que se desarrollan en la pantalla. Sus fuentes de inspiración, que incluyen el cine de Jean-Pierre Melville, Sam Peckinpah, Walter Hill, los viejos filmes orientales de artes marciales y hasta el mismísimo spaguetti western, solo le sirven a Tarantino como mero punto de partida para pergeñar un descarnado y original retablo sobre el crimen organizado, al tiempo que logra esquivar la tentación, en la que sí ha caído en más de una ocasión, de dejarse arrastrar fatalmente por la pendiente de la retórica y transformar un buen guion en un simple muestrario de ilustres referencias cinematográficas. Nos encontramos pues ante una obra fundacional donde su autor nos muestra claramente la dirección en la que avanzaría su cine en el futuro, una obra inevitablemente controvertida, dura, cautivadora y profundamente iconoclasta cuyas múltiples influencias en la filmografía de no pocos cineastas actuales revelan a las claras el gran interés con el que se siguen en Hollywood las «extravagancias» radicales de este eterno enfant terrible en su afán, a ratos desmedido, a ratos brillantísimo, por pasar a la posteridad como un innovador sin paliativos.