Se puede tocar o escuchar: siempre ha sido y será así. Solo las personas afortunadas que vivimos durante el siglo XX pudimos durante unas décadas hacer algo más con la música: coleccionarla.

En formato de elepé, single, mini-LP, maxisingle o flexidisc, el vinilo fue la forma en que las canciones se hicieron objeto de deseo. Había tres cosas que hacían de este formato algo insuperable: el material del que estaba hecho -negro, brillante y horadado por un surco infinito-, el diseño de las portadas y del interior -un universo en sí mismo- y el mimo que había que prodigarle para conservarlo en perfecto estado de audición. El vinilo estaba hecho para convertirse en un fetiche amado.

Mi amigo Quino y yo pertenecimos a la especie del Homo vinilus de un modo feroz y constante: nuestra juventud se podía contar, en vez de por horas y minutos, por discos y canciones. Pasamos mucho tiempo en busca de novedades, descatalogados -que tenían un pequeño agujero hecho en el cartón de la portada-, discos raros y músicas festivas, oscuras o imposibles. En nuestro caso, dentro del espectro amplísimo de posibilidades, nos decantamos por el pop indie, el blues y algo de rock. Desenfundar el disco por primera vez, observar cómo la electricidad estática pegaba el vinilo a la funda de papel o plástico, limpiar la aguja para la primera audición y comentar la concepción del disco y los temas eran momentos gloriosos. Había algunos que escuchábamos una y otra vez: como les pasa a las buenas obras de arte del género que sean, en cada nueva sesión les sacábamos matices diferentes, algo que se nos había escapado o que solo se mostraba tras habérselos aprendido más allá de la memoria. Comprábamos en Candilejas, Discos Pat o DiscoPlay e incluso pedíamos por correo a Londres, aunque de lejos nuestro momento preferido ocurría en los primeros días de enero, cuando acudíamos a las rebajas de Almacenes Mérida.

Desde muy temprano estábamos allí, a las puertas, para coger sitio, compartiendo la espera con otras personas que venían en busca de ropa y complementos. Enseguida los vinileros nos reconocíamos y se producía una suerte de rivalidad cómplice. Era estrategia pura, aprendida tras varios años de acudir a las rebajas, situarse en el lugar perfecto para llegar de los primeros a los expositores donde se apilaban los discos. Y por extraño que parezca, la intuición y muchos años de devoción nos otorgaban el poder de, casi sin ver el disco, saber qué grupo o cantante era, si nos agradaba o no, e incluso verlo antes que la persona que pasaba la pila y quitárselo en sus propias narices, eso sí, teniendo cuidado de no envanecerte demasiado por ese acto, pues el que tenías justo delante esperándote te lo podían arrebatar. Normalmente la cosecha era excelente, y de este modo descubrimos muchos grupos que, a precio casi de saldo, entraban en nuestras vidas: muchos para quedarse, otros para regalárselos a nuestros amigos. Lo de revenderlos ni lo pensábamos, eso llegó mucho después, con el ocaso del vinilo.

Almacenes Mérida se convirtió en un hotel, las tiendas de discos languidecían o cerraban sus puertas y llegaron el compact disc e internet. Las colecciones de decenas, cientos de discos poco a poco se refugiaron en armarios, desvanes y trasteros. No fue de un día para otro, más bien un proceso tan lento que al menos yo no percibí como doloroso, sino necesario. Cuando ya empezábamos a tener un nutrido regimiento de cedés en nuestras estanterías, resolvimos Quino y yo quedarnos con los que más nos gustaban y vender en un mercadillo los demás; no fueron solos, más de un amigo aprovechó la ocasión para adelgazar su colección, como Rodrigo Rosado, letrista de Danza Invisible, que nos dio un buen lote. Al contrario de lo que pueda parecer, aquellas veces que fuimos al rastro de Fuengirola a venderlos fueron bonitas: ver cómo discos que para nosotros eran prescindibles hacían saltar de alegría a quien los llevaba buscando puede que una o dos décadas fue una sensación imborrable.

Escribió Nick Hornby en su libro Alta fidelidad que los mejores clientes de una tienda de discos son los que, si no vuelven a casa agarrados a una bolsa de plástico plana y cuadrada, se sienten desdichados. Quino y yo fuimos muchas veces felices en el afán de coleccionar instantes a treinta y tres y cuarenta y cinco revoluciones por minuto. A él y a quienes convirtieron una afición en una pasión va dedicado este artículo.