El Festival de Teatro de Málaga comenzó y de las primeras presentaciones que hemos podido ver, La cantante calva de Eugène Ionesco, en versión de Natalia Menéndez. Caras conocidas en el reparto. Actores con solvencia a los que ya hemos podido ver en más de un espectáculo teatral, es decir que hemos podido comprobar su buen hacer en el medio al margen de sus conocidas apariciones televisivas. Mundos diferentes, pero que por suerte más de uno sabe cómo interpretar. Y aquí el caso es bien cierto. Aparte la versión de Natalia Menéndez, que merece un sobresaliente por su limpieza, es la dirección de Luis Luque, la que pone en escena una obra magnífica.

Ese texto presentado en la versión tiene una clara función didáctica, parece buscar en todo momento poner de relieve las conversaciones dentro de un contexto entendible. Y es que el laberinto de La cantante calva ha dado para muchas puestas en escena. Muchas, demasiadas, muy sesudas. En esta ocasión lo que sobresale es la habilidad con que el director ha situado esos diálogos en boca de personajes claramente definidos. No hace falta que la lógica, que obviamente busca el espectador esté en las frases, porque está en las situaciones y en las actitudes, en las relaciones entre los intervinientes y el clima creado.

El elenco logra así adaptarse a un estilo interpretativo difícil. Como siempre Adriana Ozores, actriz donde las haya, consigue atrapar al espectador con su forma de hacer. Sin duda el reparto es muy compacto, pero Adriana Ozores tiene ese don que no se aprende y que hace que cualquier intervención sea seguida porque atrae e interesa. Es una actriz que se arriesga. Helena Lanza en su personaje de criada logra también ese efecto. Sin duda uno de los personajes más histriónicos, pero también necesario en su concepción como contraste a la adusta clase social británica del resto. El paso del tiempo, ese enemigo del hombre, pero del hombre y la mujer que no saben aprovecharlo, forma parte del desarrollo del espectáculo, y su ritmo en el escenario resulta ágil. Las escenas se suceden recreándose en sí mismas precisamente por esa función pedagógica de la dirección que trata a toda costa de lograr que el espectador no se evada. Y sí, lo logra. El conjunte consigue un espectáculo que, dentro del juego propuesto por el teatro del absurdo, ya lejano en su innovación, y bastante ajeno al espectador del XXI, complazca. Hacer accesible un espectáculo tan rotundamente de otro tiempo y con esa calidad general, ya es mucho.