Fueron días históricos los que relata Anthony McCarten en su libro El instante más oscuro, cuya versión cinematográfica se estrenó hace unas semanas. Aquellas jornadas de mayo de 1940 en las que el primer ministro británico Winston Churchill tomó decisiones cruciales para el curso de la II Guerra Mundial en un momento crítico: las tropas de Adolf Hitler imponían su ley a sangre y fuego. Los británicos llevaban ocho meses de sufrimiento y derrota. Los políticos y los ciudadanos reclamaban,como recuerda McCarten, «nosolo un líder, sino también, como exigen todos los grandes momentos, un gran líder: un líder capaz de hacer lo que solo pueden hacer los grandes líderes: pronunciar palabras que sepan conmover, incitar, convencer, galvanizar, inspirar e incluso crear en los corazones del pueblo unos niveles de sentimientos que nadie sabía que tuviera. De esas palabras saldrían acciones y, dependiendo de la sabiduría de esas acciones, de ellas saldría o bien el triunfo o bien una sangrienta derrota».

Pero cuidado: «Gran Bretaña no necesitaba en aquellos momentos ningún ideólogo. Lo que le hacía falta era un pensador completo». Era un país «dividido y el gobierno, en vez de unirse, se hallaba desgarrado por los egos y las pequeñas diferencias que habían contribuido a los catastróficos fracasos militares en el campo de batalla y en alta mar. La perspectiva de que el fascismo triunfara y de que la democracia tocara a su fin en Europa ya no era algo inimaginable».

Entre los culpables de los fiascos militares estaba el mismísimo Churchill, que fue responsable de campaña de Noruega en la que se perdieron 1.800 hombres, un portaaviones, dos cruceros, siete destructores y un submarino. Como primer lord del Almirantazgo, Winston Spencer Churchill «había sido el principal arquitecto de la desastrosa estrategia naval de Inglaterra». Pero se libraba de las mayores andanadas políticas porque toda la atención estaba centrada en el zarandeado primer ministro Chamberlain. Winston, subraya el autor, «no era muy popular. De hecho, en aquellos momentos era una especie de personaje de chiste, un hombre egocéntrico, un medio americano que, en palabras del diputado conservador sir Henry Chips Channon, defendía una sola cosa: a sí mismo. Difícil de imaginar hoy día, cuando sabemos que en Gran Bretaña hay 3.000 tabernas y hoteles que llevan su nombre, así como más de 1.500 salas y establecimientos, y 25 calles, y cuando podemos ver su rostro reproducido en todo tipo de cosas, desde posavasos hasta felpudos (por no hablar del busto que de vez en cuando aparece decorando el Despacho Oval del presidente de los Estados Unidos), pero en mayo de 1940 a ojos de la mayor parte de la gente distaba mucho de ser una persona competente».

«Menudo enigma» era el tal Churchill, «menuda amalgama de elementos irreconciliables: teatrero, petulante, fanfarrón, poeta, periodista, historiador, aventurero, melancólico, supuestamente alcohólico, inequívocamente en edad de jubilarse, a sus sesenta y cinco años era un hombre que destacaba ante todo por ser un continuo fracaso, por no haber sabido interpretar una y otra vez lo que tenía ante la vista, por equivocarse con demasiada frecuencia, de mala manera, y justo cuando tenía que encontrar una muy buena solución. Considerado un peligroso belicista por los errores cometidos como primer lord del Almirantazgo durante la Gran Guerra (principalmente por el desastre humano que supuso la campaña de Galípoli contra los otomanos en el Mediterráneo oriental, en la que perdieron la vida 45.000 hombres de los países de la Commonwealth), había pasado casi la totalidad de los últimos diez años en lo que él mismo calificaba de travesía del desierto después de un largo catálogo de errores más».

Sin embargo, su experiencia en guerra y distintas maniobras en la trastienda política le convirtieron en un inesperado sucesor de Chamberlain. Y el hombre que se plantó ante la fiera nazi. Desde el día 10 en que las fuerzas alemanas iniciaron la invasión de Holanda hasta el 29, cuando los soldados británicos y franceses embarcaron en Dunkerque para buscar cobijo en Inglaterra, hubo muchas incertidumbres, hasta el punto de que llegó a pensarse en negociar con Hitler. Una idea que incluso llegó a rondar a Churchill, tal era el grado de desesperación, y que defendía quien fue su gran rival para ocupar el cargo, Lord Halifax.

El libro rastrea, con un admirable sentido del ritmo y con una tensión propia de una novela de suspense, en los entresijos de la evolución del pensamiento de Churchill, finalmente decidido el 4 de junio, en un discurso histórico, a no dar ni un paso atrás. Nada de rendición.

El 20 de mayo, ya como primer ministro, Churchill acertó en la diana con una decisión que distaba de ser una opción segura: que el Almirantazgo reuniera un gran número de barcos pequeños civiles para enviarlos a los puertos y ensenadas de la costa francesa cruzando el canal de la Mancha para rescatar al ejército británico atrapado en el continente. El éxito de la operación hizo fuerte a Churchill y le allanó el camino para uno de los discursos más famosos de todos los tiempos: «Por mucho que grandes sectores de Europa y varios estados antiguos y famosos hayan caído o puedan caer en las garras de la Gestapo y de todo el odioso aparato del régimen nazi, no vamos a flaquear ni vamos a fracasar. Seguiremos adelante hasta el final. Lucharemos en Francia, lucharemos en los mares y los océanos, lucharemos cada vez con mayor confianza y fuerza por el aire; defenderemos nuestra isla a cualquier precio. Lucharemos en las playas, en los lugares de desembarco, en los campos y en las calles; lucharemos en las montañas; no nos rendiremos nunca».

Fuerza independiente

Churchill, subraya el autor, «se convirtió en una fuerza independiente del mundo, y en un ser formidable, con un poder mayor que el de un rey, y de esa forma estableció el dominio de las pasiones de su pueblo». El libro se pregunta cómo tomó la decisión adecuada «tras un períodode feroces discusiones, de dudas y de examen de conciencia, de temor, desesperación y vacilaciones, y cómo poco después encontró las palabras perfectas para explicar esas ideas y esas convicciones y sentimientos a la nación». Arriesga el autor a mostrarse convencido de que Churchill «llegó seriamente a sopesar la eventualidad de un acuerdo de paz con Hitler en mayo de 1940, por repugnante que dicha idea pueda parecer hoy día». Y sostiene que «el 27 de mayo la discrepancia esencial era no ya si buscaba un pacto o no, sino cuándo había que buscarlo. La opinión de Winston era que su gobierno podría conseguir las mejores condiciones una vez que la invasión nazi hubiera sido repelida; Halifax y Chamberlain creían que no habría nunca un momento mejor que el actual,mientras Gran Bretaña seguía teniendo un ejército Durante unas horas angustiosas e inciertas, fue de esta disputa de la que dependió el destino del mundo». Churchill, sostiene el historiador, «no tenía talento alguno para la paz». No entendía que otros tuvieran miedo». A finales de mayo, su audacia entró en juego tras un vendaval de titubeos, caos mental y taciturnidad depresiva. Y acertó. Aquellos acontecimientos «acabaron por ser la creación del hombre» y «encontró en su propio interior los contornos de lo que es el liderazgo».

Aquel mes de mayo, concluye McCarten en su apasionante libro (muy superior a la película), Churchill se convirtió en Winston Churchill. Y pasó a la historia.