Una lluvia de corazones rojos inunda las calles, hoteles y restaurantes se apresuran a presentar ofertas para parejas, las pantallas de móviles y ordenadores bullen de anuncios romanticones; es la dictadura del amor, el terror de las personas solteras: San Valentín.

Y sin embargo, lo que hoy es casi una obligación en los ochenta fue una novedad, un ventarrón de aire fresco que suponía una oportunidad para compartir con tu pareja un contexto tan divertido como desconocido: nada más y nada menos que una cena formal y chispeante, en la que nos poníamos guapos; el rojo no podía faltar, sobre todo en las chicas. Era también un modo de escapar de los horarios impuestos por la familia, que aquel día se relajaban y permitían llegar más tarde a casa. Fue un rito de paso de la adolescencia a la primera juventud, de andar en grupo a quedar solos, que nos liberó de trabas e imposiciones y nos hacía -para afianzarla o dejarla- más conscientes de nuestra relación. Y para ello, el tipo de restaurante elegido por amplia mayoría era el chino.

Por aquel entonces, entrar a un restaurante chino era una experiencia espectacular. Había aún pocos abiertos en Málaga y nos atraían sus farolillos y sus nombres: Casa Feliz, Palacio Oriental o El Legado Celestial se nos antojaban misteriosos, lejanos. La estética, entre decadente y exótica, y en especial el rojo amoroso que ostentaban muchos de ellos -en su cultura es el color para atraer el dinero y que el comercio vaya bien- nos creó una asociación con el Día de los Enamorados. Y sobre todas las cosas, eran lugares donde a nuestros padres no se les ocurriría ir en la vida, por ser demasiado excéntricos para su gusto habituado al pescaíto o un plato de los Montes.

La cena, si se había quedado por la tarde, comenzaba en uno de los pocos sitios que había, como decíamos, «para parejas»: El Aloha, cerca del instituto Gaona, un lugar ambientado en tono hawaiano, con sillones de enea de respaldo infinito y cócteles enormes (bastante caros para el bolsillo de la época), que adornaban con unas pajas largas y una sombrillita de colores. Es curioso que recuerdo con más precisión los besos que nos dábamos allí que el sabor de los cócteles, que, en el fondo, no dejaban de ser una excusa tropical y galante para enrollarnos.

Luego llegaba el momento de entrar al chino: solíamos pedir arroz tres delicias, rollito de primavera, pollo con almendras y cerdo en salsa agridulce. El resto de la carta era una incógnita tremebunda para los paladares de entonces, que no se atrevían con manjares que percibíamos inquietantes: si alguien se pidió la sopa de nido de golondrina o el pollo con setas y bambú, por favor, que me lo cuente.

Cuando terminaba la cena, nos solían obsequiar con una copita de licor de arroz, de sabor indefinido. Lo que más te atraía de ese momento eran las copitas en las que lo servían; me acuerdo de un restaurante por la Malagueta en el fondo de cuyas copas había insertada la fotografía de una mujer desnuda. Al servir el licor, la foto aumentaba de tamaño. Era un detalle tan pícaro como inocente, que nos hacía reír. Tras trasegarnos la copita, acudíamos a alguna discoteca como la Max o la Skrypton y más tarde, quien tenía coche se iba a El Morro y quien no paseaba acaramelado por el Parque, hasta posarse en un banco de la zona más oscura.

Ahora San Valentín es omnipresente y, si quieres tener una buena cena que te saque un poco de la rutina de los fines de semana, hemos pasado de los modestos y eficaces chinos a los minimalistas y caros japoneses, y si no te gusta el sushi o el sashimi, tienes comida de autor, indonesia, coreana, chipriota, griega, india, francesa o vietnamita. Que por supuesto se come muy bien, y también es genial irse a un hotel con encanto, con champán de bienvenida, jacuzzi y flores sobre la cama. Así éramos y en cierto modo continuamos siendo, en esta sociedad líquida e instantánea; seguimos en busca del amor, lo que ocurre es que vamos con más tiento y a la vez más acelerados.