Medio siglo después de su estreno, 2001 se encuentra más allá del bien y del mal. No hay película que se le parezca: es tan monumentalmente ambiciosa que ni siquiera Orson Welles se habría permitido tanta egolatría. El propósito inicial de Kubrick era realizar una buena película de ciencia ficción (the proverbial good science fiction movie), pues consideraba (con evidente autosuficiencia) que no se había hecho ninguna de valía, pero el proyecto no tardó en tornarse mucho más complejo: en el momento en el que la humanidad parecía capaz de destruirse a sí misma por medios nucleares -el tema de ¿Teléfono Rojo? Volamos hacia Moscú (Dr. Strangelove, 1964), su anterior filme- Kubrick se propuso nada menos que tratar (en sus propias palabras) «la relación del hombre con el universo» (man´s relationship to the universe). La empresa evidenciaba la infinita ambición del cineasta, que se consideraba capaz de pontificar sobre lo humano y lo divino sin sonrojo alguno. Buscando algún antecedente de similar envergadura, el primer título del proyecto fue La Conquista del Sistema Solar (How the Solar System Was Won), parodiando el de La Conquista del Oeste (How the West Was Won, 1962). Tanto orgullo creador resulta, a pesar de los brillantes resultados, bastante difícil de tragar, especialmente si, como veremos, el punto de partida es esencialmente misántropo.

Para desconcierto de sus espectadores, el filme se inicia no en el espacio sino en un prólogo prehistórico que muestra a un grupo de homínidos completamente dominados por su entorno: bajo el sol del desierto africano, viven en un continuo sobresalto, en torno a un charco que deben defender de las amenazas de depredadores y de otros congéneres. Se comunican por chillidos y no evolucionan hasta que descubren la primera herramienta: un hueso que usar como arma. Entonces, no solo se defienden de sus atacantes, sino que no dudan en alimentarse de los pacíficos tapires con los que antes compartían el minúsculo charco. Para Kubrick, la violencia es la raíz primigenia de la civilización.

En ese momento, la película da un prodigioso salto espacio-temporal y, realizando la elipsis más atrevida de la historia del cine, enlaza a los primates del prólogo, atrapados por la ley de la gravedad, con el momento en el que el hombre abandona la tierra hacia la conquista del espacio: un salto que cubre toda la historia de la humanidad. El hueso, la primera herramienta humana, aún manchado de sangre fresca, se transforma en una nave que baila un vals de Strauss en la noche estelar. Dejando atrás sus instintos homicidas, el hombre parece haber creado una civilización pacífica, aunque nada ha cambiado: rusos y norteamericanos viven en civilizada armonía, pero se limitan a disimular sus instintos básicos bajo una capa de diplomacia.Dominados

Los astronautas del siglo XXI se encuentran tan dominados por su entorno como los homínidos del prólogo: ya no tienen que luchar en busca de alimento, pero aún se queman las manos cuando sacan una bandeja del microondas, y, como un hámster, ejercitan su cuerpo en un espacio esférico. Parecen carecer de emociones (han reprimido los instintos de los homínidos): tres de ellos se encuentran hibernados (no pueden ni siquiera soñar) y los dos restantes no dejan translucir sentimiento alguno en sus impasibles rostros. Nada les afecta: cuando luchan por su vida, solo percibimos su nerviosismo porque su respiración se acelera. Mucho más accesible es el ordenador Hal, el personaje más desarrollado de la cinta (tiene los mejores diálogos), que ha sido diseñado para carecer de emociones, pero no puede evitar desarrollarlas. Por un lado, dispone de poderes casi divinos: mantiene la nave en funcionamiento en el largo viaje a Júpiter, lo que le llena de orgullo. Por otro, no es más que un esclavo diseñado para satisfacer las más mínimas necesidades de los astronautas (a los que ofrece baños de sol y felicita por su cumpleaños sin obtener más que frías reacciones), lo que evidencia su fragilidad afectiva y lo prepara para el resentimiento. No tarda en conocer el instinto de supervivencia, que le llevará a reaccionar con la misma agresividad del primate del prólogo.

Homínidos, astronautas y ordenador reflejan la perspectiva misántropa de Kubrick: son seres imperfectos, egoístas y crueles a los que aún queda mucho por evolucionar. El niño dios con el que se cierra la cinta no deja de ser una fantasía que nada tiene que ver con el realismo de todo lo anterior y que es difícil tomarse en serio (aquí, 2001 deja de ser una buena película de ciencia ficción y se pierde en la fantasía). Lo relevante no es que Kubrick sueñe con la evolución del hombre hacia la divinidad sino lo mucho que le desagrada la especie humana. En realidad, ese es el tema fundamental de su cuidada filmografía, que transcurre íntegramente en el tiempo elidido en 2001 (entre monos y astronautas), recorriendo la historia del hombre desde la Roma clásica (Espartaco, Spartacus, 1960) hasta el siglo XVIII (Barry Lyndon, 1975), las muchas guerras del siglo XX (Fear and Desire, Miedo y Deseo, 1953; Senderos de Gloria, Paths of Glory, 1957; Teléfono Rojo; La Chaqueta Metálica, Full-Metal Jacket, 1987) y el futuro inminente (La Naranja Mecánica, A Clockwork Orange, 1971). En todos estos filmes, Kubrick presenta una compacta visión de profundo pesimismo, enlazando la violencia innata de los homínidos de 2001 con la de los soldados de La Chaqueta Metálica y demostrando que la esclavitud y la guerra parten de idéntica pulsión agresiva. Kubrick piensa que el ser humano ha sido programado para la agresividad: pasado, presente y futuro se funden en el chillido del primate.

Hay aquí una misantropía tan excesiva que (he de confesarlo) me desagrada, e incluso me repugna. A lo largo de su obra, son muy escasos los momentos en los que Kubrick muestra empatía alguna con sus personajes: el final de Atraco Perfecto (The Killing, 1956) o el de Lolita (1962), la historia de amor de Espartaco (una película que el cineasta no consideraba suya) y poco más. Por lo general, contempla a sus personajes con distanciamiento omnisciente: en 2001, ni siquiera le da un primer plano a Gary Lockwood mientras se asfixia en la noche estelar. Kubrick utiliza a sus actores como si fueran muñecos de plastilina que moldear a su antojo: como Hitchcock, con el que tiene mucho en común, a todos observa con idéntico desprecio. Hitchcock representa una de las cumbres del lenguaje fílmico (como un perverso Espíritu Santo de celuloide, se encuentra en todas partes), pero me descorazona su escaso aprecio por sus personajes: en Vértigo (Vertigo, 1958), concentrado en sus fantasías necrófilas, apenas presta atención al sufrimiento de Kim Novak, y en Psicosis (Psycho, 1960) viste y desviste a la desgraciada Janet Leigh hasta acuchillarla desnuda en la bañera: planea con mimo el momento de su muerte. Kubrick hace exactamente lo mismo. No le interesa que sus actores ofrezcan una buena interpretación, sino que sus cuerpos se amolden a sus nihilistas presupuestos: en 2001, observa a a Keir Dullea y a Gary Lockwood con la misma displicencia con la que que luego tratará a Ryan O´Neal y Marisa Berenson (Barry Lyndon) o a Tom Cruise y Nicole Kidman (Eyes Wide Shut, 1999). Todos son maniquíes sin alma con los que no hay espectador que se identifique. En la era pos-Harvey Weinstein, llama especialmente la atención su deleite en la objetificación del cuerpo fememino, esmerándose en presentar desnudos de mujer que contempla con voyeurista satisfacción: La Naranja Mecánica abunda en ejemplos al respecto, y el primer plano de Eyes Wide Shut es un gratuito desnudo de Nicole Kidman (un trasero fantástico, por cierto: ¿es eso lo que el realizador quiere que miremos?), poco después complementado con el del cuerpo espatarrado de una chica inconsciente por sobredosis -que recuerda inevitablemente al cadáver desnudo (en un saco de papas) del Frenesí (Frenzy, 1972) hitchcockiano.Desprecio

Este desprecio hacia sus personajes ya era evidente en el cine de Kubrick pre-2001, (sobre todo en Lolita y en Teléfono Rojo), pero será a partir de su odisea espacial que se haga patente en cada plano. Ya sea en la Inglaterra del siglo XVIII o en el presente neoyorquino, Kubrick describe estructuras sociales en las que una capa de civilizado barniz se demuestra incapaz de contener los instintos homicidas: en La Naranja Mecánica, Alex y sus secuaces se acercan a las viviendas de sus víctimas como si fueran los monos de 2001, en Barry Lyndon, el joven Ryan O´Neal sobrevive a una pelea con un gigantón gracias a su agilidad simiesca, y, en Eyes Wide Shut, Tom Cruise no tiene más que dar un paseo para toparse con una agresiva pandilla de jóvenes descerebrados.

Sin duda, no le faltaban razones a Kubrick para enjuiciar la historia humana con dureza: ahora mismo, cuando el mundo depende del botón nuclear de Donald Trump, un primate millonario al que Sterling Hayden habría interpretado con maestría, la visión del cineasta resulta especialmente acertada. Pero no se trata de una perspectiva completa: en ella solo hay espacio para la violencia y la humillación, nunca para el amor o la compasión: después de cincuenta años contemplando la coherencia temática y los brillantes encuadres de 2001, no estoy nada seguro de que la maestría audiovisual de Kubrick compense su amarga misantropía.