Hay directores cuya obra se caracteriza principalmente por su amplitud, por la asombrosa diversidad de temas, de géneros, de épocas, de personajes que han abordado a lo largo de toda su carrera, perfilando una idiosincrasia que muta de acuerdo con los propósitos que impulsan cada producción; otros, por azar o por carácter, por elección o, sencillamente, por pura convicción, han consagrado su trabajo a batir fondo, profundizando insistentemente en terrenos acotados desde su irrupción en el oficio y vinculados siempre a un dominio absoluto de todos los factores que entran en juego a la hora de afrontar cualquier proyecto cinematográfico de calado.

Naturalmente, en este último apartado es donde se incluye a los grandes clásicos intemporales que ilustran los mejores capítulos de la historia del cine como, pongamos por caso, Huston, Mizoguchi, Dreyer, Buñuel, Sirk, Lang, Bergman, Tarkovski, Resnais, Clair, Kazan, Capra, Kurosawa, Renoir, Fellini, Antonioni, Godard, Ozu, Ophuls o Erice, autores dotados de un talento fuera de serie y ampliamente aceptados por varias generaciones de espectadores, que nos dejaron un importante legado y, sobre todo, sin necesidad de tener que compatibilizar su independencia como creadores supremos con trabajos de encargo que, en su mayoría, solo sirven para garantizar la supervivencia laboral en un ámbito profesional tan extremadamente competitivo como el del cine.

Robert Aldrich (Cranston, Rhode Island, 1918 / Los Ángeles, 1983), el centenario de cuyo nacimiento se conmemora este año, así como los 35 años de su deceso, no pertenece obviamente a este último grupo, a pesar de que su firma avala media docena de obras maestras irrebatibles y de que la suya siempre fue una figura tan temida como respetada entre los grandes gerifaltes de Hollywood. Y no precisamente por su docilidad frente al poderoso aparato que maneja los hilos financieros de la meca del cine, sino porque, pese a su obstinada rebeldía frente al establishment, sus películas generaban un caudal muy importante de ingresos en todo el mundo y, ya saben, les affaires sont les affaires. Su perfil, al contrario que el de sus ilustres colegas anteriormente citados, se corresponde más con el del corredor de fondo, tan habitual por otra parte en la tradición de la industria audiovisual estadounidense, que lo mismo lidera un proyecto cinematográfico de gran calado artístico, como es el caso de Veracruz (Veracruz, 1954), El último atardecer (The Last Sunset, 1961), Attack! (1956) o Canción de cuna para un cadáver (Hush€Hush, Sweet Charlotte, 1964,) que un producto artesanal sin otras aspiraciones que las propias de cualquier filme de clara orientación comercial, como por ejemplo, Doce del patíbulo (The Dirty Dozen, 1967), Comando en el mar de China (Too Late the Hero, 1970), Cuatro tíos de Texas (Four for Texas, 1963) o Traición en Atenas (The Angry Hills, 1959), perfectos ejemplos por otra parte de la capacidad que siempre demostró este cineasta para salir airoso de cualquier desafío profesional, incluso partiendo de materiales literarios tan inconsistentes.

Aldrich, cuyos alegatos contra el poder instituido en los ámbitos más diversos de la sociedad norteamericana concentraron la atención de algunas de sus más celebradas películas, conservó siempre esa impronta vital que parecía llevar en su ADN el cine clásico estadounidense, al tiempo que demostraba su gran pericia narrativa para cambiar de género y de tesitura dramática con una facilidad admirable. Por eso, el suyo siempre fue calificado como un estilo pendular, aunque dotado, eso sí, de un potentísimo nervio narrativo gracias al cual se supo granjear el respeto de todos los estamentos de la industria y el aplauso entusiasta de amplios sectores de la crítica internacional, especialmente el de la mítica revista francesa Cahiers du cinéma, cuyo olfato a la hora de descubrir auténticos auteurs en medio de la ingente y muy variopinta producción cinematográfica norteamericana era legendario. Una experiencia que adquirió, según sus propias palabras, «trabajando a la sombra» de figuras inmortales del Hollywood clásico, como Lewis Milestone, Robert Rossen, Mervyn Leroy, Joseph Losey, Robert Wise, Abraham Polonsky, Jean Renoir, William Wellman, Fred Zinnemann, Robert Rossen o Charles Chaplin, con los que colaboró como ayudante de dirección entre 1944 y 1952 y de cuya experiencia supo extraer el combustible necesario para lidiar, a lo largo de sus casi 30 años de trayectoria profesional, con las rígidas estructuras empresariales que imponían los grandes estudios diseñadas, directa o indirectamente, desde los enmoquetados despachos de Wall Street.

Fue en 1954, tras haber realizado The Big Leaguer (1953) y World for Ransom (1954), dos discretos borradores de buen cine que no obstante ya presagiaban el especial interés del director por mostrar personajes que se debaten entre el triunfo social y el fracaso personal, cuando logra dar su primer campanazo como director de fuste con Apache (Apache), un formidable western (protagonizado por un Burt Lancaster particularmente inspirado en su papel de caudillo insumiso de la tribu de los apaches, que lucha por la dignidad y la libertad de su pueblo) al que consigue insuflarle un vigor inusitado y en el que, por vez primera, la imagen del indio americano adquiere la dignidad moral e histórica que Hollywood le negó durante décadas de ignominioso desprecio por la diversidad étnica y cultural.

A partir de este rotundo éxito, se sucedería un largo glosario de excelentes filmes, como Veracruz, otro western de aliento vindicativo, con un reparto encabezado por Gary Cooper y el propio Lancaster, junto a una jovencísima Sara Montiel en su debut en el cine norteamericano; El último atardecer, inspirado en un guion de Dalton Trumbo (una de las piezas favoritas del senador MacCarthy en la particular cacería que emprendió, en los años 50, contra el comunismo) con el que Aldrich nos deja meridianamente claro su dominio de un género, el western, al que acudió, nuevamente, 11 años después, con La venganza de Ulzana (Ulzana´s Raid), cuyo reparto volvería a encabezar Lancaster con un papel de marcados tintes crepusculares, como los que, bajo su dirección, encarnó la gran Bette Davis en dos de los melodramas más sombríos e inquietantes de la década de los sesenta que se convertirían sin dilación alguna en las cimas más preclaras del arte de Aldrich: ¿Qué fue de Baby Jane? (What Ever Happened to Baby Jane, 1962) y Canción de cuna para un cadáver.Espíritu crítico

El espíritu profundamente crítico que siempre caracterizó la obra de este director, especialmente en aquellos filmes que ponían sobre la mesa las profundas fisuras morales de la sociedad de su país, se tornó particularmente ácido con La leyenda de Lylah Clare (The Legend of Lylah Clare, 1968), una crítica particularmente inclemente contra las clases dirigentes en un mundo tan impostado y cainita como el que representa la meca del cine, donde, sin embargo, no todo resulta igualmente elogiable, empezando por la desafortunada idea de haber elegido como protagonista del filme a Kim Novak, una estrella que sí funcionaba a la perfección en otros registros cinematográficos pero no en esta tensa y malsana crónica sobre el mundo del espectáculo que el propio Robert Aldrich siempre procuró obviar en sus entrevistas. Incluso en otros títulos menores, como El rompehuesos (The Longest Yard, 1974), La patrulla de los inmorales (The Choirboys, 1977) o Destino fatal (Hustle, 1975), la violencia, casi como figura de estilo, se convierte en materia de reflexión y en emblema de la lucha desesperada por la supervivencia. En ningún caso, y en contra de lo que solían reprocharle sus detractores, no se percibe un empleo gratuito de la violencia, ni existen exaltaciones encubiertas de posiciones políticas muy alejadas de sus conocidas convicciones liberales. En uno de sus trabajos más radicales, vetada durante décadas por la censura franquista, la condena de la guerra se hace bien patente, secuencia tras secuencia, a través de una puesta en escena que despeja cualquier duda razonable acerca de las intenciones políticas del realizador. La película, no perdamos de vista este detalle, se estrena en 1956, año en el que la democracia estadounidense aún sufría las iracundas embestidas del macartismo. De ahí que Aldrich, consciente de la animadversión que generó su filme en el seno del Comité de Actividades Antiamericanas «por su tono abiertamente derrotista», decían, decidiera abandonar temporalmente el ambiente enrarecido de Los Ángeles por el clima de tolerancia y libertad que ofrecía Nueva York hasta que cesara aquella cruel y demencial pesadilla.