El Centro de Arte Contemporáneo (CAC) de Málaga nació cuando aquí, en la capital de la Costa del Sol, todavía muchos creían que Pompidou era una marca de infusiones. Aunque no soy precisamente fan de la mezcla de lo público y lo privado, de empresarios que gestionan dineros de las arcas de todos, en aquel momento podría resultar apetecible, conveniente encargar el timón de una institución como aquella a alguien que acreditara sobradamente sus capacidades. Quince años después, ha habido aciertos y oscuridades. Sobre los primeros, conviene matizar que un presupuesto anual de 3,3 millones de euros (y que no ha sufrido merma alguna ni en los peores años de la crisis económica, como sí han experimentado otras instituciones culturales municipales señeras) garantiza alegrías en el arte contemporáneo. Pero no nos pongamos supertacañones: que aquí hayan venido Gilbert & George, Gerhard Richter, Tracy Emin o William Kentridge, por poner algunos ejemplos, ha sido un puntazo. Sobre las oscuridades, casi todas por las confusiones y los errores de concepto que se dan al mezclarse lo público y lo privado, mucho hemos hablado y, me temo, mucho quedará por contar todavía.

En cualquier caso, quince años después, convertida Málaga en la ciudad de los museos por la decidida apuesta de su Ayuntamiento resulta contradictorio, incoherente que la gestión de uno de sus centros artísticos tenga que encargarse a un empresario. ¿Por qué no incluir el CAC en el paraguas de la agencia que rige la Casa Natal, el Museo Ruso y el Picasso? ¿Es que de arte contemporáneo sólo sabe Fernando Francés? ¿Sólo él tiene accesos a los artistas de estos tops? La cultura es, sobre todo, el proceso por el cual el ser humano se dota de armas para vivir mejor. Demostremos que en estos quince años los malagueños nos hemos dotado a nosotros mismos de esas armas. Sí, nosotros.