¿Qué se va a encontrar el lector de Sangre, poesía y pasión: dos siglos de música, ruido y silencio?

La pretensión es desvelar un gran misterio que se aloja en un espacio de granito, demasiado hermético y demasiado aislado y rodeado de malentendidos y de leyendas oscuras. Creo que el libro es encender una linterna en un espacio misterioso. Los presupuestos con los que empecé en el libro, como cuento en el prólogo, son después los contrarios a los que me he encontrado: la idea era contar casi la leyenda negra de un teatro oscuro y al final he ido descubriendo que ese teatro desde que empezó a arraigarse en Madrid ha hecho todo lo posible para adaptarse, como si fuera una criatura de Darwin, a un espacio y a un humano hostil, hasta el punto de convertirse en casi una figura gigantesca. El teatro que estuvo a punto de no nacer, que ha estado más tiempo cerrado que abierto como teatro de ópera, se ha convertido en una mole, en una fortaleza de Madrid, en un lugar casi arrogante...

Este trabajo nace en medio del fragor por el decreto de fusión del Teatro Real y la Zarzuela ¿Cree que va beneficiar a ambas instituciones?

Es una solución, en principio, interesante y positiva. La idea de que se está privatizando es un tópico que no corresponde con la realidad. El Teatro Real y el Liceo, por ejemplo, son fundaciones mixtas que han logrado a través de la financiación privada, la taquilla y el erario público un perfecto equilibrio presupuestario. Gracias a esta fórmula el Real ha conseguido en estos últimos años su independencia económica. De otro lado, la fusión busca que el Real y la Zarzuela convivan y programen en armonía, lo que me parece muy interesante.

Uno de los elementos a los que directa o transversalmente recurre el libro es el público, la relación de los aficionados y el teatro con sus afectos y hasta sus bofetadas. ¿La clave del éxito del Teatro Real está en la relación con el público?

Los teatros, y por supuesto el Real en su origen, son un espectáculo en que predominaba el interés de la platea y del patio de butacas sobre el interés del escenario. Parece una boutade pero era así: los teatros del XIX en herradura tienen tan mala visibilidad porque no estaban centrados en el escenario sino en ver quién estaba en el palco de enfrente y al lado. La aparición de la electricidad transforma por completo el hábito cultural del teatro: la electricidad obliga a apagar y encender la sala, y con la sala a oscuras el escenario se convierte por primera vez en lo más importante. Hasta entonces los teatros eran lugares donde se bebía, fumaba y hasta se fornicaba. El público siempre ha tenido un gran protagonismo en algo que, insisto, había sido hasta entonces un espectáculo social.

¿Y el papel de Gerard Mortier en el Teatro Real, al que usted le dedica un capítulo entero en su libro?

La llegada de Mortier agita al público. Se propone echar a los mercaderes del templo, echar a los espectadores rancios y buscar a un público nuevo.

No le faltaron detractores, desde luego. Su sucesor, Matabosch, ¿supone una vuelta a una línea más conciliadora?

No, porque entonces la gente no se habría marchado de Die soldaten. Creo que los montajes de vanguardia que ha traído Matabosch son precisamente la adhesión a la revolución estética y cultural que representa Mortier. La gestión de Matabosch tiene mucho que ver con esa herencia pero con un repertorio más convencional que requiere todo teatro por lo menos para vivir de la taquilla. Porque del escándalo no vas a vivir siempre.

Habla Del Real como el teatro de la resistencia, pero ¿no piensa que la cantidad de tópicos levantados alrededor de la lírica en realidad encierran miedo a un género más cercano a las pasiones humanas de lo que se piensa?

En España hay un problema de educación muy grave en este sentido: no existe ni la música clásica ni la ópera como materias de prestigio intelectual ni en los circuitos educativos. Y eso se traduce en malentendidos, se percibe la ópera como un espacio demasiado lejano y hostil. En Francia y varios países anglosajones es un hábito reconocido e integrado, también bastante más accesible económicamente, con teatros que facilitan mucho a los jóvenes el acceso a la ópera. Y luego está el caso extremo de Austria: yo he visto en la televisión pública austriaca una retransmisión de una ópera en prime time.