Acabose la final. ¡Oh, desazón! Comienza el carnaval de la calle. ¡Bien! Para cerrar estas croniquillas del concurso necesito desquitarme y lanzar un grito al viento: ¡COMPARSA! Sigo teniendo el estribillo concienzudo de la tropa vigilante del Arroyo clavado en la cabeza después del fallo del jurado; llevo un popurrí, una historia en forma de amadas invencibles, heroínas; tengo una presentación alhaurina dedicada a la ciudad en la que está prohibido pasear y no enamorarse; mantengo un estribillo de cantar a las niñas al oído en una noche de verano desde las playas de Marbella y repito en mi cabeza unos pasodobles salidos de la pluma del niño de Ana.

Tendría que ponerme a contaros uno a uno los pasodobles que me han enrojecido los ojos o me han puesto los vellos de punta, pero no habría hueco en esta esquina. Yo me quedo con caras, con nombres, con comparsistas, gente que hace grande esta fiesta de la que los espectadores nos aprovechamos tanto como podemos. Cantaba El Museo a las murgas que ellas son las reinas de la calle. Está bien, pero que el comparsista no olvide que la poesía o la crítica social son los más de sus cometidos; ser el altavoz de quien no tiene la voz para hablar, como cantaba La Bruja. "Ser, nada más. Y basta", que decía Jorge Guillén. Ese es el principal fin de la comparsa. Ser.

Me despido hasta el año que viene. Con muchas ganas de calle, de pregón y de guasa. Buscaré a las comparsas, que si no son las reinas, a mi me tienen conquistado. ¡Viva el Carnaval de Málaga!