Todos los años, la misma película. Se acerca el Festival de Málaga y, preguntados por la Sección Oficial, los responsables de la selección aseguran: «Este año sí hay un estupendo nivel». Tantas veces ha escuchado uno eso para después terminar comprobando que el adjetivo estupendo debe de tener acepciones ocultas en el diccionario de la RAE que, la verdad, esto suena ya a la promesa del fumador: «Que sí, que mañana lo dejo». Y nunca lo deja. Pero vayamos por partes...

Los peajes que paga el Festival por el patrocinio de Antena 3 son demasiado altos; un certamen como éste, ya mayor de edad, no puede incluir en su Sección Oficial productos como Cómo sobrevivir a una despedida, porque eso no fue más que un preestreno, una actividad promocional. Un filme como éste no merece un hueco en una competición cinematográfica. Hay lazos que son ataduras y, en mi opinión, el Festival de Málaga debe empezar a renegociar sus condiciones con la cadena de televisión, imponer de alguna manera sus criterios si no quiere que el desprestigio de proyectar -insisto, a concurso, no en una premiere- cintas como la citada siga pasando factura.

Este 2015 tiene la difícil misión de continuar una temporada excepcional, un 2014 que tuvo desde taquillazos -Ocho apellidos vascos, Torrente 5, El Niño- hasta películas de prestigio que funcionaron razonablemente bien en taquilla -La isla mínima- , pasando por descubrimientos de talentos de futuro -Carlos Vermut y su Magical Girl, y Carlos Marqués Marcet, con 10.000 km-. Como ven, sólo este último filme pasó por Málaga, por lo que concluirán que el futuro del cine español que marca la tendencia no se proyecta precisamente aquí. Aunque Álex de la Iglesia, productor de Los héroes del mal, tuitee que «Málaga es en este momento el referente esencial para imaginar el futuro de nuestro cine», al final no creo que use jamás esta plataforma para estrenar sus próximas películas como director. Y así nos va la vida: entre promesas de que este año sí hay buen cine y un estupendo nivel y halagos de una industria que no suele confiar en Málaga para estrenar sus productos definitivos para la temporada. Nuestro certamen ha de conformarse con los restos del cada vez más voraz Festival de San Sebastián y confiar en el olfato para poder rastrear los -seamos claros: escasos- productos de interés con visos de cierta notoriedad; lo que, más o menos, es el equivalente cinematográfico a ponerle velas a un santo.

La Sección Oficial de esta edición número 18 del Festival de Málaga ha sido paupérrima, con ejemplos de ese cine español que debe ser erradicado -Tiempo sin aire-, torpones ejercicios de género en busca de la complicidad de un público que jamás va a encontrar -Asesinos inocentes, Matar el tiempo-, artefactos diseñados para mayor gloria de la profesión -Hablar-, bienintencionados quiero y no puedo -El país del miedo, La deuda, Sexo fácil, películas tristes-... En la selección, para evitar la amargura total, podemos encontrar ciertos elementos positivos, precisamente, en los actores que han debutado como realizadores: la promesa de un realizador que va a tener cosas interesantes que decir -Zoe Berriatúa: lástima de la descompensación de Los héroes del mal, porque podía haber sido la película del festival-; la presentación como autora de Leticia Dolera, una intérprete con una estética y una forma de contar las cosas que parece enganchar con cierto sector del público -aunque, para otros, Requisitos para ser una persona normal sea un atracón estomagante de gominolas- y el debut de Daniel Guzmán, un hábil cronista de la cotidianidad española que en A cambio de nada sabe observar y calcular las proporciones de lo agrio y lo dulce en su fórmula agridulce. Y no nos olvidemos de Techo y comida, que a mí resultó un ejemplo de cine de telediario pero que bien podría convertirse en el Solas de la generación de los desahuicios y los recortes. Lo demás, completamente prescindible, olvidable y, lo peor, innecesario.