Singular, dicotómica y esperanzadora edición la que acaba de terminar del Festival de Málaga. Singular como cualquier cita en transición, con la carga del pasado aún pero con la mirada en el horizonte; dicotómica, porque a los notables aciertos (fundamentalmente, la nueva filosofía del certamen, la del cine en español: más sobre ello adelante) hay que añadir elementos que empiezan a preocupar (¿gigantismo en la programación? ¿se agenda más al peso que al poso?); y esperanzadora, ya que, como bien dice Juan Antonio Vigar, el director del Festival, éste se «está ganando su futuro» después de unas cuantas ediciones, en mi opinión, viviendo de una fórmula agotada, que no ofrecía ya réditos suculentos.

Ahora está buscando una nueva posición, un nuevo hueco; y ya tocaba: algo fallaba estrepitosamente cuando el único festival dedicado al cine español siempre ha tenido una representación mínima, por no decir residual, en los Premios Goya, cuando sus películas apenas participaban en eso que se dio en llamar la gran noche del cine español.

Latinoamericano

El abrazo al cine latinoamericano ha empezado a singularizar al Festival de Málaga frente a otros certámenes nacionales con más solera y poderío. Por ese camino, el de la diferenciación, está la victoria. Aunque la cosecha iberoamericana ofrecida en el debut no haya sido especialmente deslumbrante, lo cierto es que ya ha contribuido a consolidar la práctica de una de las grandes inquietudes de Vigar cuando asumió el timón del certamen malagueño: que se hablara más de lo realmente importante, de cine.

Eso sí, falta mucho para la verdadera imbricación de lo iberoamericano, para solidificar el concepto de cine en español; porque en esta edición básicamente la operación ha consistido en llevar Territorio Latinoamericano a la gran liga, a la Sección Oficial de Largometrajes, y poco más. Tiempo al tiempo... Eso sí, lástima que el certamen, siempre preocupado por no incomodar y por agradar a todos los sectores, estipule en sus bases una Biznaga de Oro a la Mejor Película Española y otra a la Mejor Latinoamericana, lo cual, de alguna manera, traiciona el espíritu de integrar ambas cinematografías en un espacio común.

Clichés

Así que, poco a poco, Málaga va esquivando los clichés que la atenazaban hasta hace no poco (que si festival de comedia, que si festival para fans de actores y actrices de series de Antena 3) y empieza a ser tomada en serio por medios y observadores cinematográficos más allá de Despeñaperros. Las cosas están cambiando para bien: que el Premio del Público haya ido para una cinta de cierta exigencia como Últimos días en La Habana revela la madurez de los espectadores malagueños, hasta hace poco tildados poco menos de estrictos consumidores de comedias cuanto más fáciles mejor.

La apuesta, sin embargo, tiene pequeños efectos colaterales. Ha resultado triste ver cómo las presentaciones de bastantes de las películas latinas han estado protagonizadas sólo por un actor o un director (mucho photocall para tan poco; a veces, para que el cineasta no estuviera solo posaba hasta con el distribuidor). Evidentemente, no es lo mismo traerte a un intérprete desde Cuenca que desde Buenos Aires, pero el castillo de naipes se cae con cosas así de pobres.

Otro efecto colateral: sin Territorio Latinoamericano ya en la agenda, ZonaZine, la competición alternativa paralela, queda como gran argumento del off Festival; sin embargo, esta edición que termina ha resultado un tanto desangelada, con muy pocos títulos. Así que urge una reformulación de este espacio, especialmente teniendo en cuenta que el cine de guerrilla, libre pero sin un euro pasa por un excelente momento en nuestro país. Quizás, de paso, haya que replantear la filosofía del en paralelo del Festival de Málaga, y diseñarlo directamente para un público más joven, inquieto y exigente. Porque, a veces, da la sensación de que el certamen, quizás como respuesta a años de mindundeo desde muchos lados, está empezando a ser demasiado formal.

De otro lado, será recordada la vigésimo edición como la de importantes avances en lo institucional (la Junta de Andalucía regresa al Festival y por la puerta grande económica) e industrial (otro retorno, el de los Spanish Screenings, el mercado para la exportación de productos nacionales). Son asuntos que pasan desapercibidos para el gran público, para el espectador generalista, pero que contribuirán también, y de manera decisiva, al futuro de un certamen, que, afortunadamente, quiere dejar de ser la sucesión de preestrenos de tinte promocional en que estuvo a punto de caer hace unos años.

Que un festival celebre un cumpleaños de esos redondos, el 20, reinventándose en vez de autocongratulándose siempre es motivo de interés. En este caso, además, a pesar de algunos peros y de elementos a limar, se ha conseguido el objetivo que se perseguía: zafarse de la competencia, hacerse un lugar propio y crearse una imagen de mayor seriedad y rigor. Ése es el futuro que se está ganando el Festival de Málaga.