Vivo en pleno Centro Histórico. Así que la Feria trastoca absolutamente mi día a día: tengo que salir pronto para hacer los mandados, pasear a mi hijo chiquitín antes de que las calles se pongan imposibles y, las tardes que no toca venir a la redacción, cerrarme a cal y canto en mi casa-búnker escuchando de fondo un rugido humano eterno sobre bombos y trompetas; aún así, toda la profilaxis del mundo no te garantiza sufrir las inclemencias de estas jornadas: suciedad en la puerta de tu bloque, olores que llevarían al frenopático a Süskind, individuos con miradas perdidas e intenciones imprevisibles...

Por las palabras y adjetivos que he utilizado lo habrán adivinado: desde que vivo aquí, cada día de Feria siempre he encontrado algo mejor que hacer que bajar a sumarme al jolgorio general. Pero ni una sola de esas molestias me confiere el derecho de despreciar a nadie que disfrute de estos días. Lo escribo porque año tras año resulta entre descorazonador y enervante leer tantas opiniones faltonas y despectivas sobre quienes persiguen con ahínco el entretenimiento (o el desfase, que tampoco es ilegal) en pleno verano. Gente rara.

Full disclosure, como dicen los anglos: hace un buen puñado de años yo fui cronista de Feria en este mismo periódico y, no lo recuerdo bien, seguro que alguna que otra lindeza me mandé desde la atalaya ética en la que pasaba mi vida entonces. No sé qué ocurrió para que cambiara mi actitud (porque la Feria del Centro no ha cambiado un ápice), ni siquiera si esto es comprensión o empatía o, más bien, rendición y conformismo. Supongo que algo cambió una tarde en la que desde la ventana del periódico me dediqué a contemplar un buen rato a los feriantes echando las horas: reconocí a uno de ellos, un joven arquitecto, y a algunos de sus amigos, también dentro de la nómina de las profesiones liberales y prestigiadoras. Me llamó la atención porque, tristemente, el racarraca ése según el cual las tardes del Centro Histórico están dominadas absolutamente por canis había calado algo (o bastante) en mí. Y entonces, desde la ventana del periódico, me sentí como si viviera en un castillo victoriano y me llamara tía Mildred y fuera una clasista de tomo y lomo.

No caigamos en los cuentos de paz y amor universales, porque, por supuesto, no todos los que estaban allí eran potenciales invitados a las fiestas del embajador organizadas por Isabel Preysler, por decirlo finamente: había bastantes personas con las que no me tomaría un café ni el último día de la Humanidad. Pero, ¿saben qué? Incluso sin mi compañía esas bastantas personas tendrían derecho a tomarse un café el último día de la Humanidad. Y una bebida espirituosa en Feria. Y bailar 'Despacito' y cualquier reguetonada que les guste. Tengo muy clara una cosa: si no me siento invitado por una fiesta, ¿para qué ir y hacer el gruñón? ¿Para qué creerte que tú realmente sí sabes divertirte, que tus objetivos vitales son mucho más loables o que Daddy Yankee no tiene punto de comparación con Sibelius?

En Málaga, a veces, algunos se ponen de un fino que asusta. Curiosamente, luego soportan todo tipo de cosas fuera de aquí: porque supongo que, por poner un ejemplo de una fiesta del desparrame pero con mucha mejor imagen social, en San Fermín hay un WC portátil para cada asistente y las calles huelen a colonia permanentemente. ¿Se imaginan a miles de señoritos y señoritas amaneciendo dormidos tirados en los parques de Málaga? Lo que es cool allí, aquí sería absolutamente deleznable. Es la doble moral de siempre y, lo peor de todo, ese clasismo que produce diatribas y exabruptos que, al final, despiden un olor a superioridad moral más nauseabundo que el peor de los regüeldos a la puerta de mi bloque.