Un mandamás reparte bombones entre unos condenados a muerte y están pasados de azúcar. A un tipo le amputan las piernas y el médico le presta una tirita manoseada por su hijo. No conozco una situación más humillante ni más ampulosamente cínica. Pero se parece demasiado a Los Asperones.

Una pátina de cemento, en medio de la exclusión y la desgana institucional, no es suficiente. Suena a escarnio, sobre todo, si deja entrever las grietas. La realidad de los asentamientos es mucho más que una incomodidad administrativa. Su solución debería ser urgente y va camino de encallarse. Durante años, el Ayuntamiento y la Junta se han echado la pelota encima, y el único capaz de enlodazarse, prácticamente, ha sido el párroco de El Cónsul y su equipo. El hombre dice que está cansado de decir siempre lo mismo, pero no desfallece.

Los Asperones, sus cotas de marginación, su infravivienda, siguen siendo una vergüenza intolerable. Y nadie parece dispuesto a ruborizarse lo más mínimo.