El fin de año ha perdido prestigio. Desde el último episodio de pánico a los nuevos tiempos, de milenarismo ajustado al final de siglo, se ha rebajado la tensión apocalíptica. Hoy apenas persisten los nervios, se cambia de año como se limpia una camisa, con un gesto cotidiano y apenas rítmico, sin más novedades que el tesón y un poco de acidez.

El final de la vida, el fin de curso, los postreros días de un divorcio, de una guerra. Todos los finales lucen una pátina de tragedia u hora fatal y extraordinaria, salvo el que se espera con un racimo de uvas en el salón. Ni siquiera los festejos le adhieren un sabor imprescindible y único: en el año abundan los pretextos para el cubata sacrosanto, la salvaje e incontenible feria, el domingo de Resurrección.

En Málaga, habría que añadir el ruido, convertido en un axioma, en la orla fanática y universalmente tolerada de la celebración. Aquí, en estos días, grita todo el mundo, incluidos los que no tienen fiesta que guardar. Supongo que una de las pruebas laborales de Limasa consiste en comprobar la potencia pulmonar de los candidatos en el silencio de la madrugada. Han elegido bien. En el Centro aúllan como lobos de mar frente a la inmensidad de la noche, se suman a la fiesta como objeción malhumorada, como ejercicio profano de almuecín convocando a la parte innoble de la oración.

Irrigación universal

La balada de fin de año enardece las diferencias entre las avenidas más señeras de la ciudad y los lugares en los que vive la mayoría de la población. En el entorno de la calle Larios, el baldeo sistemático se convierte en un examen de coordinación para los que pasan la noche en el barril. Se contemplan los adoquines mojados y se sufre. No por todos, pero sí por algunos, como los de las inmediaciones de la plaza de Uncibay. Esos, por mucho que se rieguen no van a crecer. Lo único seguro del nuevo año será el levantamiento cíclico de baldosas en muchos puntos, la contumacia, también señera, de la política local. En un frente, seguirán haciendo gala de estulticia disfrazada de legitimación moral y en el otro, el populismo alcanzará cimas a lo Hugo Chávez, aunque con otras señas de identidad.

La vida sigue igual

Será un año de gritos. Gritarán los trabajadores nocturnos de Limasa, gritará Teresa Porras. Incluso puede que los sindicatos se animen a ejercer la presión sindical. El otro día se quejaba una señora de que en las fiestas de Nochevieja ya no sirven consomé. Otra, entibiada con pieles de oso, atravesaba las obras del Thyssen y decía que la calle se había vuelto siniestra, “lo que le gusta a los socialistas”, masculló. Está claro que en 2010 seguirán las dos Españas que son una con volumen de negocio y toneladas de afiliación. Es tiempo para la paz. Las diferencias son otras, cartilla del paro o sueldo a final de mes. Y el ocio, el mismo de siempre: Sevilla, que no la Junta, tiene la culpa de todo mal.