Nunca perdieron la dignidad. Miran de frente, sonríen y saludan con un fuerte apretón de manos. Han pasado muchos años entre rejas y quieren que esa experiencia, que les ha hecho mejores personas, sirva a los más jóvenes para evitar el tránsito que va desde el primer porro hasta la inhóspita celda de un presidio. Cuatro antiguos internos narraron ayer a cien alumnos de primero de Bachillerato del Instituto Miraflores de los Ángeles sus experiencias con la droga.

Son voluntarios de la Pastoral Penitenciaria, la organización católica que ayuda dentro y fuera de la prisión a los que han tenido la desgracia de acabar en ella. Imparten charlas en diferentes institutos de la provincia con el deseo de que los senderos recién estrenados por esos chavales no desemboquen en la maleza del bosque: "Con que sólo uno de ellos nos escuche ya habremos conseguido algo", dice Agustín P., que pasó 7 años en un presidio federal estadounidense por blanqueo de dinero procedente del narcotráfico internacional.

José Antonio Fernández, director del voluntariado católico, recuerda que esta experiencia se desarrolla desde hace tres años y asegura que "el 85% de los internos que recalan en Alhaurín de la Torre lo hace por estar ´enganchado´ a la droga". La toxicomanía, por tanto, es un camino que puede acabar en tres sitios, según explica otro de los ex presidiarios, que cumplió casi 20 años de condena: "La droga sólo puede acabar en la muerte, la cárcel o el hospital".

Todos ellos disfrutan hoy del tercer grado o están libres. Algunas chicas lloran cuando José Luis –nombre figurado– cuenta que su peor momento entre rejas fue cuando su madre, de 76 años y recién atropellada, acudió a visitarlo a la cárcel. Los cuatro empezaron tonteando con el hachís, pero acabaron consumiendo sustancias más duras. "Primero vienen los porros, pero después se pasa a la cocaína, a los revueltos, las anfetaminas; se dejan los estudios y la calle se convierte en el mundo de la persona", dice José Antonio Fernández.

Todos coinciden en que cuando el consumo ya es habitual y está plenamente asumido, el camino hasta la cárcel es rápido. Todo depende de uno mismo. A algunos de los ex reos les salvó la vida acabar en el presidio. A uno de ellos lo que le redimió fue su absoluta determinación de reconstruirse como persona. En su módulo, según contó, había dos etarras que hacían deporte y 137 presos más que se dedicaban a consumir, así que habló con los terroristas para sumarse a sus ejercicios diarios: de ahí a ingresar en un programa de ayuda medió un solo paso.

"La cárcel de la droga es la peor. He visto a niñas como vosotras prostituirse por dos gramos de ´coca´; primero tú consumes y controlas, pero después es la droga la que te controla y la que te consume a ti. ¿Merece la pena?", dice Agustín. Hace dos décadas años que no esnifa cocaína. Todos insisten en el estigma social que supone entrar en la cárcel, una experiencia capaz de disolver a las pandillas más unidas; y en la dificultad que supone encontrar después trabajo o en la importancia de que una vez ´enganchado´ se dé un paso al frente, se reconozca el problema y se pida ayuda.

Leonardo P. tiene 41 años y ha estado 20 en prisión. Canta flamenco como los ángeles y ahora busca un guitarrista. "Cuando entras se te viene el mundo encima. Lo peor es la primera noche. Es importante que habléis con vuestros padres, con la familia. El problema eres tú, es uno mismo", reflexiona.

El silencio entre los chicos, de tan sólo dieciséis años, es sepulcral. Les llaman la atención la vida de los cuatro protagonistas y la fortaleza que sacaron en determinados momentos para recuperar su destino. "A mí me salvó la vida que me metieran preso", dice.

Rompen los estereotipos: dos de ellos participaban en grandes redes de narcotráfico, poseen carreras y uno de éstos habla cuatro idiomas a la perfección y seis más con soltura. La droga nunca respetó jerarquías. "Ojalá alguno nos haya escuchado", repite Agustín P. como una letanía mirando embobado las caras de los chicos.