La poética de los ochenta se asienta en tópicos muy torpes. Hablan de peinados kilométricos, de tachuelas, de sintetizadores. También de rincones de Madrid, de villanos que luego se convirtieron en héroes, en humoristas de máxima audiencia, en secretarios de Estado. Se olvidan de la Costa del Sol, dicen que aquí comenzaba la decadencia, que se desmoronaba el reinado libertino y reputado de las estrellas. Los datos lo desmienten. La provincia, y sobre todo Torremolinos, vivió una nueva oleada de gloria al principio de la década. Especialmente, en lo que respecta a la cultura. El testigo de Los Íberos, de Brian Epstein, de las grandes bandas del pasaje Begoña fue recogido por una camada que reclamaba su propia identidad. Los modernos, los de la movida de Málaga, con la vista puesta en Inglaterra.

Muchos veteranos de la Costa del Sol suavizan la importancia de la eclosión madrileña. En Torremolinos, sostienen, el clima era más cosmopolita. Mientras que en la capital del país los únicos residentes extranjeros eran los empleados de General Motors, en el litoral de Málaga se respiraba una modalidad sofisticada y babélica. La colonia de turistas europeos era abultada y las modas no tardaban en trasladarse a la arena. Si el punk tomaba Manchester, en un trimestre hacia su irrupción en Málaga de la mano de pandillas de veraneantes. A pesar de la tradición de aislamiento, de un país que comenzaba a desprenderse de su bestiario de generales y pesadillas.

La ruta de los ingleses

En los ochenta, Málaga mantenía un diálogo fluido con Londres. De la capital inglesa, no sólo llegaban ritmos y turistas que acababan por instalarse en Torremolinos, sino que el flujo era de ida y vuelta. Los jóvenes malagueños se acostumbraron a dar el salto, casi siempre a costa de sus ahorros y de esforzados trabajos en chiringuitos. Del contacto surgieron bandas con un acento sorprendentemente europeísta, jóvenes que no parecían hijos del franquismo, mostrando su energía en una ruta de salas con referencias como Hardy’s, Portobello, Circuito 3 y Nueva Pulsación, que compartían la noche con el trío de excelencia, integrado por Eagle, Casablanca y Pepper’s. Una sintaxis de humo y macarras con garbo que casi no tenía paralelo en la Península.

La ‘new wave’ de Torremolinos

La nueva hornada de la Costa, rematadamente anglosajona, tuvo sus bastiones en grupos como Cámara y en la alternativa de Tabletom, que arrasó con su primer disco. De todos ellos, el que alcanzó mayores cotas de popularidad fue Danza Invisible, que continúa en activo, aunque en una deriva radicalmente distinta. Los chicos de Javier Ojeda no querían saber nada de las zalamerías del trópico y se centraban en acordes que tenían a Simple Minds como paradigma.

Los ‘vanguatas’

La modernidad de los grupos de la provincia no sólo se aquilataba en la indumentaria y los sonidos. Era una actitud, una forma contenida, probablemente epidérmica y transigente de la rebeldía. En Torremolinos se editaron los primeros ‘fanzines’ del país y no precisamente por influencia de la capital, sino por la pujanza de Londres en las discotecas y las urbanizaciones. Si en Inglaterra, la muchachada de los peinados imposibles se refugiaba en tiendas de ropa, en Málaga hacían lo mismo. La banda de oro de la época, Danza Invisible, abrió, incluso, su propio negocio, donde no sólo se comerciaba con tejidos que asombraban a los españoles de camisa canónica y piernas velludas. Había discos de importación, difíciles de conseguir en el resto del circuito. El entorno de los modernos inspiraba peregrinaciones desde muchos puntos de Andalucía, aunque también existían detractores. La hornada más tradicional los tildaba de ‘vanguatas’, término alumbrado en la Costa del Sol para referirse despectivamente a los que marcaron época, a la ‘british people’ de Torremolinos.