Sus canciones invaden las calles, los automóviles, las casetas de las fiestas. Compiten con el Real Madrid en afluencia de público en el estadio de La Rosaleda. Algunos las consideran una bendición, otros, una tortura. Joaquín Sabina es muy querido en Málaga, pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en el que era simplemente un joven enjuto que martilleaba la guitarra al lado de la playa. La música de acompañamiento de un cortejo, de un cubata, el talento, el pelmazo, el tipo que tocaba en el pub Zambra, en Pedregalejo.

El cantautor de Úbeda vivió en la Costa del Sol su última etapa de anonimato. Las chicas rara vez le pedían una canción, sus admiradores apenas daban para dejar sin huecos las plazas de un seiscientos. El chico insistía cada noche, con un repertorio que contaba con tantos simpatizantes como indolentes y detractores. En el Zambra, justo antes de la madrugada, el Joaquín, un tío de Jaén más bien feúcho y sardónico, como se le conocía en el barrio.

La magia de un rincón

Sabina no estaba para muchos raptos, aunque no se puede decir que su época en Pedregalejo fuera contigua a la desdicha. El artista lo recuerda a menudo con su sonrisa de fauno, habla del ambiente de una Málaga que se despertaba de la tiranía del luto, de las fiestas, de un rincón, el Zambra, que se convirtió en referencia para la juventud más desinhibida y suntuosamente moderna de la provincia.

Éxitos e incomprensiones

Sus primeros éxitos fueron ante una audiencia más restringida que exclusiva. Los veteranos del local recuerdan que sus recitales toparon en más de una ocasión con la protesta del público, que a veces le recriminaba su obstinación casi diaria con algunas melodías. Probablemente las mismas, quien lo diría, que años más tarde entusiasmarían a sus hijos en el circuito crónico y siempre perseverante de las radiofórmulas y las fiestas patronales.

El hallazgo del bombín

Si el artista evoca con cariño su periplo en el Zambra no es por el aliento masivo de la población nativa. Tampoco por las risas y el pescaíto. En las paredes del local, clausuradas en los ochenta, tuvieron lugar algunos hitos de su biografía. El bombín a lo Pessoa, símbolo conocido desde Asunción hasta Bolivia, se acomodó en su cabeza por primera vez en esta provincia. Fue mucho antes de las canas y de los duetos, un tanto ofensivos, con estrellas del pop de dudosa competencia como Viceversa. En los setenta, en Málaga, quizá procedente de algún mercadillo, del vestuario de un gentleman generoso o de un bohemio aficionado a las extravagancias de guardarropía de Picadilly.

La colaboración de Antonio Sánchez

Los sarcasmos, a veces tabernarios y reiterativos, del cantautor le resultaron simpáticos a muchos artistas de la Costa del Sol, que no dudaron en incluir al jiennense en su círculo de amigos. Algunos músicos fueron más allá y le ayudaron a corregir sus flaquezas, especialmente en lo que respecta a la melodía, que nunca ha estado entre sus virtudes compositivas. Antonio Sánchez, conocido por su paso por Académica Palanca, le puso música a una de sus letras más conocidas, Pongamos que hablo de Madrid.

El himno de Madrid, en Pedregalejo

El himno por antonomasia de la capital de España no sólo fue alumbrado por un ubetense y un malagueño, sino que sonó sobre la arena de Pedregalejo antes que en La Latina o Chamberí. La Zambra, de nuevo, fue el templo del estreno y sus primeros oyentes, los mismos modernos que en la actualidad han perdido pelo y pagan religiosamente a sus hijos las cuotas de la Universidad.

El regreso a la nostalgia

En apenas unos días, el artista regresará a Málaga. Lo hará de un modo muy distinto al de su juventud, aclamado por miles de personas, con un vestuario provisto de caprichos y toallas de algodón. Puede que a la tarde, cuando los demonios de la poesía, enrumbe en un taxi hacia Pedregalejo. No será esta vez una sucursal del Banco Hispanoamericano, pero tampoco el Zambra. El tiempo es así.