No podía haber nacido en Londres. Ni en un falansterio parisino. Ni apellidarse Smith. Tampoco escribir como Faulkner. Ángel Palomino parecía predestinado a ser Ángel Palomino. El hombre de Toledo. El paladín del aperturismo. Lo suyo era cuestión de raza. Algunos críticos lo consideraban la esencia de la modernidad española, otros hablaban de maquillaje, de la podredumbre de los generales salpicada con el aliento del pop y las divisas. Durante años, las suecas llegaban a la Costa del Sol. La población ponía la mano, Alfredo Landa interpretaba y Palomino escribía. Fue la lectura obligatoria, el inductor de unos vientos de cambio que tardarían todavía muchos años en derribar castillos.

Decía que había vivido tres biografías y no le faltaba razón. Comprendió como pocos lo que sucedía en las playas de Torremolinos. Le gustaba dárselas de hombre de mundo, pero tenía, según sus detractores, una pierna hundida en el fango de los cocodrilos. Cosas de la época. Había escrito en casi todos los medios nacionales. Durante tres décadas, su firma apareció en publicaciones tan dispares y extrañamente complementarias como El Alcázar y La Codorniz. Cuentan que nunca renegó de su vínculo con los militares, pero que tampoco le hacía ascos a compartir mesa y mantel con dibujantes y bohemios apocalípticos.

La Costa del Sol en las librerías

Sus novelas se vendían como sacos de trigo. Sobre todo, a partir del primer desembarco de la pléyade rubicunda. Acumuló éxitos y premios como el Nacional de Literatura. Casi siempre con motivos que hablaban de ligueros y resacas al amparo de sombrillas. Su obsesión por la Costa del Sol le llevó a escribir un ensayo sobre el impacto sociológico del turismo y a alumbrar cuentos que más tarde, caso de la prodigiosa e inefable Una vez al año ser hippy no hace daño (Daniel Aguirre, 1969) se transformarían en películas. Palomino logró convertir el litoral de la provincia en un bestseller nacional. Su título más conocido, Torremolinos Gran Hotel, editado por Alfaguara, adaptado también al cine, relataba el choque de civilizaciones entre la sofisticación del norte de Europa y la nobleza baturra. Su otra totémica, Madrid Costa Fliming, tampoco se olvidaba de Málaga, aunque desde una perspectiva radicalmente distinta: la decadencia de unos jóvenes que trataban de convertir el tórrido verano de Madrid en una suerte de remedo de la provincia mediante el cortejo sonámbulo de las turistas.

Palomino iluminado

Palomino sabía de lo que escribía. Su conocimiento de la Costa del Sol no se limitaba a los paisajes comunes del veraneante. El escritor, que fue finalista del Planeta, pasaba largas temporadas en el corazón de Torremolinos. Cuesta poco imaginárselo en pantalón corto, modelo hombre de negocios, con la camisa abierta y los quevedos bailoteando frente a la visión paradisiaca de un ombligo al aire, de unas costumbres radicalmente vikingas al lado de la orilla.

Sociología de rubias

Al autor le fascinaba la sociología. Sus ensayos estaban atiborrados de datos, aunque la tesis no se elevaba por encima de las elucubraciones de Wittgenstein. Como hombre dado al humor, paradójicamente extasiado frente a una dinamo cultural que contradecía los principios de la cruzada sacrosanta de El Caudillo, se mostraba más interesado por la persecución nacional de suecas que por la mezcolanza de filosofías.

El director del hotel Riviera

No se puede decir que no tuviera un punto de vista privilegiado. Palomino, los cientos de avatares Palomino, también incluían una próspera vida de empresario. En Málaga, sus negocios lo llevaron a las hamacas y los restaurantes de lujo, sino a una pieza nuclear de la historia del destino: el Hotel Riviera de Benalmádena. El autor compaginó su carrera literaria con la dirección de un establecimiento que alimentaría los sueños del español medio en el cine. El cosmopolita del antiguo régimen, el cachondón irresistible, el hombre que enseñó a los lectores el milagro del turismo, recibía a la Europa libertina. Tuvo que ser aquí, tierra de Ava Gadner y de Palomino.