Las sillas rodaban en el suelo, los pintores trepidaban por las escaleras, los uniformes anónimos gesticulaban con gravedad de dinosaurio frente a los nombres propios de la cultura. Era noviembre de 1970. España emulaba los sucesos del estreno de La edad de oro en París en una pequeña habitación del hotel Alay de Benalmádena. A pocos metros del retrato del dictador, cuatro paredes resguardaban un proyector y a los autores más descarados de la época. Se oían risas prohibidas, fraseos de Visconti, chasquidos del metraje no sometido a los tijeretazos remilgados de la censura. La Costa del Sol soñaba con el festival de cine más atrevido y reputado del país, el sueño se cumplió y la resaca quedó grabada en la historia, donde pesa el escándalo, pero también la valentía de montar en una habitación lo que en la actualidad no pueden hacer los presupuestos.

Mucho antes de que las porras entraran en escena, al cineasta Mamerto López Tapia, en compañía de otros talentos de la provincia, se le ocurrió promover la Semana de Cine de Autor de Benalmádena. Lo que parecía únicamente un divertimento ye-yé para los hijos incorregibles del ministerio, se irisó muy pronto con la luz y los adoquines que llegaban de París y sus estudiantes. La pantalla se convirtió en un ventanal por el que asomaban cintas nunca vistas en España y las sillas se poblaban de directores e intelectuales llegados de América Latina y de los barrios más sospechosos del norte de España.

LA PARADOJA DEL FESTIVAL

El festival, considerado una de las grandes referencias del momento, logró en apenas dos años lo que otros no consiguen en décadas. Los autores más reputados, las estrellas de la pintura y los músicos de las patillas y el peligro, como Luis Eduardo Aute, fueron sus espectadores. El escritor Vicente Molina Foix describe el espíritu del certamen: «Pese a tener Benalmádena un alcalde franquista, el festival lo habíamos raptado un grupo de críticos y cineastas de Madrid y Barcelona que impusimos en la programación y en los premios el más rampante terrorismo intelectual».

REPUTACIÓN Y ASISTENTES DE LUJO

A la llamada del certamen, acudieron a la Costa del Sol un plantel de autores que, junto a las suecas, el rock y otros benditos desórdenes, aportaron una capa de color a un panorama cansado de la opacidad y el gotelé de las autoridades y sus brochazos. El mexicano Arturo Ripstein fue el ganador de uno de los premios de la primera edición, lo que da buena cuenta de la ambición del certamen, cuya programación, saltó a la prensa libertaria del país y tuvo eco, incluso, en el exilio de Francia.

LA DISPUTA FRENTE A LA PANTALLA

La llegada de intelectuales extranjeros, poco dados a la contención y los malabarismos expresivos de los que lidiaban con el yugo y las flechas, provocó el primer atisbo de incidente, que puso, todavía más, en guardia a las autoridades. A López Tapia, de origen vasco, no le salvó ni la amistad de su familia con el alcalde, que mantuvo el certamen durante dos décadas, aunque eso sí, en una fórmula mucho más moderada que la de sus primeros años. En 1970, uno de los cineastas latinoamericanos que acudió a la cita, cerró su discurso con el puño en alto, lo que encrespó a algunos de los asistentes y dio pie a un intercambio de gritos que concluyó con las sillas en el aire y las dos Españas sobre el tapete.

DETENCIÓN Y RESARCIMIENTO

El ruido alertó a la policía, que ya merodeaba por los alrededores, aunque por un motivo mucho menos noble que la posibilidad de disolver una disputa. Ricardo Franco presentaba esa noche en el certamen su película sobre el Desastre de Annual y los dirigentes no estaban dispuestos a medir su sentido del humor con referencias a los africanistas. El cineasta fue detenido y se le instruyó una causa ante el draconiano tribunal de orden público.

Décadas después, el Festival de Cine de Málaga decidió homenajear al director de La buena estrella y le puso su nombre a una categoría de los premios que se entregran anualmente. Casualmente, no es la de acción, que es lo que Ricardo Franco hubiera creído en 1970, cuando la Costa del Sol le daba mordaza en lugar de abrazos.