No había olmos oscuros ni ventanales en comunión con los espectros. En lugar del hollín, gobernaba el azul de una piscina kilométrica, pero a Prince, a pesar de su sintonía con los abalorios, le parecía la antesala del infierno. La mansión de Estepona se le reveló en un caserón umbrío, en un castillo que tirita todavía en una región de su guitarra, en la pesadilla recurrente. Sus paredes, elevadas para estrechar un modelo de felicidad duradero, marcaron la relación del cantante con la Costa del Sol, que empezó, como todos los idilios, con la campanada de la fascinación y acabó en una punzada inabarcable e intensa, aunque no precisamente por los encantos del destino y sus capítulos más siniestros.

La palabra Málaga, que a buen seguro convoca hoy las pesadillas del artista, hubo un tiempo que se le antojaba poco menos que la fosforescencia de la gloria. Mucho antes de instalarse en Estepona, se había prendado de Marbella. Fue en 1992, cuando vino a dar un concierto. Las habitaciones de lujo, la acumulación de Rolls Royce y el doble lenguaje del sol y las villas selectas le causaron una impresión que con ayuda de su mujer, la bailarina de origen latino Mayte García, no tardaría en ganar firmeza. Cuatro años después de la legendaria actuación, la pareja regresó a la provincia y comenzó a calibrar parajes y doseles. Querían algo más que una casa de verano, un refugio, una isla en la que trasladar su vida y su polvorín de ritmos y mezclas.

Sombras en el paraíso. El lugar elegido fue un rincón agreste entre Estepona y Marbella. Los Prince no escatimaron en gastos. Levantaron un caserón al que apodaron con el nombre incomprensible y de involuntaria reminiscencia postestructuralista de Adorna Tierra. La casa contaba, incluso, con un chalé para los empleados de seguridad, cuyo salario, unido al sistema de videovigilancia, se tasó en medio millón de libras. El cantante se reservó el sótano para instalar un estudio de grabación, había voluntad de permanencia. Sin embargo, la pareja únicamente habitó la casa en cuatro ocasiones. La suma de noches no llega a la treintena. Surgió la pesadilla, el recelo hasta el último remache de los muebles.

Infausto recuerdo y disolución. Poco después de adquirir la casa, falleció el hijo del matrimonio. Tenía tan sólo siete días de vida. El golpe fue implacable y precipitó a la ruptura a la pareja. No hubo concordia ni solidaridad mutua. Prince la tomó con el palacete de Estepona. Decía que estaba maldito y llegó a un acuerdo con Mayte para ponerlo a la venta.

La pesadillla inmobiliaria. La crisis del ladrillo no respeta ni a las estrellas. Lo que se antojaba en una liquidación rápida, se resolvió en un logaritmo insondable. No había compradores, especialmente después de que el Ayuntamiento validara una promoción frente a las puertas de una mansión que tenía una de sus virtudes en el aislamiento. El cantante tuvo que rebajar el precio, pero ni por esas. La agencia inmobiliaria que llevaba sus negocios en la Costa le recomendó customizar el local con el objetivo de conmover a algún mitómano. Prince puso pianos al lado de las cómodas, dejó fotos y cuadros. Tampoco dio resultado. Ni el soul, ni el funk ni el rock tenían tanto dinero. La calamidad seguía pegada a su cuenta corriente.

La obsesión del artista con la casa no se debía sólo a un mal recuerdo. El mantenimiento del edificio, con servicio doméstico permanente, le suponía un desembolso mensual de 25.000 euros. Dinero a fondo perdido, sin gratificaciones, al menos para una medialuna de la pareja. Porque Mayte pensaba poco en el maleficio y mucho en las comodidades vírgenes que se extendían por las habitaciones. Mientras Prince se desvivía por zanjar la venta, la bailarina ponía rumbo a la mansión durante los fines de semana. Al principio con el consentimiento a regañadientes de su exmarido y, posteriormente, con polémica. Sobre todo, después de que a la chica se le ocurriera pasar una temporada en Adorna Tierra con un personaje salido del rosa lujoso del rock californiano: Tommy Lee, sí, el mismo, el líder de los Mötley Crüe, el ex de Pamela Anderson, encerrado con la diva en Estepona, no se sabe si cámara en mano. Fue el final de la paciencia del astro, atascado en lo que tenía que ser su paraíso, malquerido y hechizado por la misma tierra.