Hubo una vez en que, en el albor de los tiempos, unos cuantos seres pretendidamente humanos, decidieron unir sus esfuerzos y vivir en comunidad. Ese día sembraron una nueva forma de convivencia futura, ya que sin saberlo, estaban cimentando el embrión de lo que con el tiempo sería la primera ciudad creada en el mundo. Nunca sabremos cuál fue esa ciudad, aunque sí podemos predecir casi con total seguridad, que se estableció en África, dándose incluso el caso, de haber leído en alguna parte, que probablemente existió alguna civilización antiquísima, de la que aún no se ha descubierto nada y que probablemente fue el germen del nacimiento de alguna otra, como por ejemplo la egipcia, cuyos logros aún nos siguen impresionando.

Desconozco si lo anterior es o no cierto. No sé si esta historia tiene algún viso de poder serlo. Si acaso, me inclino por creer que es un pensamiento en el ámbito de la arqueología-ficción. Pero lo que sí sé, es que si existieron, sus gobernantes, al igual que los de ahora, se valieron de una valiosa arma que hizo que esa ciudad se desarrollara, se anexionaran otras, constituyeran una nación y puede que hasta al final un imperio.

Así ha sido siempre y si las cosas no cambian, así será para siempre. El arma no es otra cosa que eso que llamamos economía. Eso que todos sabemos que actualmente está en crisis y que tanto nos toca las narices y los dineros.

Los orígenes. Desde la conquista de Málaga a los agareños en el año 1487 por los Reyes Católicos, se establecieron políticas económicas que facilitaron, desde el principio, su desarrollo en todos los ámbitos posibles. Del mismo modo, como no podría ser de otra forma, se impulsaron ciertas normas que nacidas de esa arma que hemos llamado economía, nos han venido tocando la cartera desde entonces y hasta ahora y quizás para siempre: los impuestos.

Los ha habido de todas clases y aunque hablar de economía suene siempre a ladrillo indigesto, quizás les resulte curioso, como me lo resulta a mí, conocer cómo en otros tiempos distintos a los nuestros, aquellas personas que nos precedieron y por lo tanto vivieron en nuestra ciudad, fueron sistemáticamente sableadas por eso que familiarmente llamamos de muchas maneras pero que educada y formalmente, hoy llamamos Hacienda o Fisco.

Cuando una ciudad se conquista, hay que tomarla militarmente e imponer un modelo de legislación y, para ambas cosas, es necesario el dinero. Por eso, cuando los Reyes Católicos tomaron Málaga pusieron mucho empeño en dos aspectos fundamentales, a saber, orden y recaudación. Respecto al primero, no dudaron en aplicar mano dura en todos los ámbitos de aquel derecho elemental, que iba naciendo fruto de la experiencia con cada territorio conquistado. Respecto al tema de los dineros, la Hacienda Municipal Malagueña, ya estaba plenamente constituida y funcionando en el año 1501.

Nada mas conquistar la ciudad, los reyes establecieron un repartimiento de tierras y comercios en los nuevos pobladores, quitándoselos por lo tanto, a sus antiguos dueños árabes, con el cabreo y la resignación consiguientes. Todo aquello que el Ayuntamiento, que por entonces se llamaba Cabildo, no quiere o logra repartir, se queda en su poder y fruto de su arrendamiento, como en el caso de las mancebías y escribanías o de su uso, como en el caso de los hornos, obtiene sus primeras rentas.

Pero la ciudad sigue creciendo y fruto de ello nacen nuevas necesidades y usos, por lo que para su desarrollo, se crean impuestos que entonces recibían el nombre de rentas. Sin atender al orden cronológico de su aparición, estas fueron las rentas ordinarias que tocaron los bolsillos de nuestros antepasados:

–Renta del Almontacenazgo: Por el derecho de pesar y medir los géneros.

–Renta del Tigual: Por las mercancías extranjeras que entraban en nuestra ciudad.

–Renta del diezmo de cal, teja y ladrillo: Por la venta de estos productos.

–Renta del Tapabotas: por tapar las botas de vino.

–Renta de estibadores de pasa y vaciadores de aceite: por la que se cobraban cuatro maravedíes en arroba de pasa y medio real en carga de aceite.

–Renta de la especiería, miel y cera, corambre, hierro y herraje: por la que se cobraba un tanto por ciento sobre el comercio de estos géneros.

–Renta del Carbón: por la cantidad de carbón que entraba en la ciudad.

–Renta del pescado: quince o diez maravedíes por cada carga de pescado fresco o salado respectivamente, que saliera de la ciudad.

–Renta de la Correduría de Lonja y bestias: por las transacciones comerciales de los vecinos.

–Rentas de las Penas de Ordenanza: las multas.

–Renta del abasto del jabón: por la fabricación y distribución del jabón.

–Renta del Toldo de la Sal: por el arrendamiento de un edificio con ese nombre donde se vendía, efectivamente, sal.

–Renta del barro cocido: por la fabricación y venta de cualquier clase de loza.

–Renta de los pesos: por el uso del peso.

–Renta del acíbar: por el comercio con aloe.

–Renta de varar barcos en la playa: por el uso de la playa para tal menester.

–Renta sobre la carne y sus despojos: por el comercio de la carne, aunque en este caso existían distintas subrentas, la de la Guifa, por los menudos y despojos; la de la matanza de las carnes, por el uso del matadero; la de la Tabla de Tocino, por el arrendamiento de un edificio llamado así y donde se comerciaba con chacinas y tocino y la renta de la Red de Cabritos, por el alquiler de un edificio con ese nombre y aunque pudiera pensarse que era la sede de la Hacienda, era en realidad un edificio donde se comerciaba con chivos y corderos.

–Renta del Campo: por el arrendamiento de los cortijos situados en la llamada Dehesa del Rey, donde hoy están Río Gordo y Colmenar.

–Renta de la Escribanías Públicas: por el alquiler de edificios a escribanos.

–Renta del Caperucero: por arrendamiento del lugar donde se tapaban las vasijas de vino y aceite

–Renta del Arrumbe: por el almacén, trasiego y aclarado del vino.

–Renta de la Bellota: para sufragar los gastos ocasionados por la epidemia de peste de 1637 y por la recolección de determinados lugares de labor. Esta Renta se utilizó para la construcción del Muelle en 1668.

–Renta de los Oficios: por ser trabajador del Cabildo y por los que se sableaba al fiscal, al alguacil, al alcalde mayor, al regidor, a los alcaldes, no quedando reseñado en los archivos si a estos incipientes funcionarios en épocas de crisis se les bajaba el sueldo…

–Renta del uno por ciento en las mercancías: porcentaje que se cobraba sobre cada venta.

–Renta del cuatro por ciento sobre las rentas y arbitrios: porcentaje que se cobraba sobre los alquileres.

–Renta del tres por ciento en la madera: pues eso.

–Renta del cuartillo por ciento: por todas las mercancías que se embarcaban en el puerto.

Es decir, que a nuestros pobres antepasados les sacaban los cuartos por todos los lados, ya que a todo lo anterior, había que sumar lo que se les cobraba por alquileres y servicios municipales, así como diferentes arbitrios, algunos de nombres tan curiosos como los del Chumacero, de Badajoz o de Gudiel y Peralta y otros francamente explícitos como los de la Guerra con Francia, del Desempeño, de la Fabricación del Muelle o del Consumo, aunque ninguna carga tan curiosa como la que se aplicaba a la Mancebía.

Este edificio, donde trabajaban las «mujeres enamoradas» de la ciudad, muy frecuentado por la tropa y la marinería, fue una abundante fuente de ingresos para el municipio. Situada cerca de la muralla, entre las Puertas de Buenaventura y Antequera y por la que el Ayuntamiento cobraba a un tal Gómez Fajardo, Señor de las Mancebías del Reino de Granada, la friolera de siete mil maravedíes en el año 1525. También resulta curioso que en 1682 se derrumbara y sobre sus cimientos se construyeran el Hospital y la Iglesia de San Julián.

Difíciles tiempos para vivir esos en que hasta las «pilinguis» pagaban impuestos. Hoy pocas cosas han cambiado, quizás los nombres de las rentas, que ahora se llaman de otra forma, quizás haya crecido también la desfachatez de los que actualmente los instituyen y los cobran, pero, sobretodo, han crecido los privilegios de algunos oficios que nacieron para servir al ciudadano y que con el tiempo se han hecho responsables de los malos tiempos que vivimos.

Leo en el Dominical de La Opinión de Málaga del domingo pasado y hago mías las palabras de ese caballero que responde al nombre de Federico Luppi que indignado se cuestiona si el enemigo está en los parados que ejercen la economía sumergida o en esos bancos que ganan cuatro mil millones en plena crisis…Al menos, todavía no nos cobran por respirar.