La democracia tiene sus impurezas, sus resabios, sus regustos de otras épocas; es inevitable. Es la mejor de las fórmulas políticas, pero no es perfecta. Aquí y allá se mantienen los «barones», hombres o mujeres con poder, que están como en un tercer territorio, más perdurable, como el cielo que se mantiene impasible más arriba de las tormentas. Es el caso del alcalde de Málaga, Francisco de la Torre, que extiende su poder democrático obtenido en las urnas para pontificar, dictaminar y, llegado el momento, sentenciar.

En un breve espacio de tiempo ha tenido que rectificar o domeñar sus propios dictámenes. En declaraciones a este periódico y a otros medios en las postrimerías del año pasado, el alcalde señaló a Manuel Díaz y a Carolina España como los mejores colocados a la hora de tomar el relevo que él deje como alcalde en los próximos años. Los colocó de delfines. Pero hete aquí que la política tiene sus vueltas y revueltas y el joven concejal de Urbanismo, Manuel Díaz, ha caído en las pequeña trampa que la vieja dama coloca en pos de los incautos. Las salpicaduras de una investigación judicial en torno a posibles irregularidades en la piscina del Puerto de la Torre y su torpeza a la hora de no controlar la expedición de una licencia de obras para su propia casa le han convertido en un delfín varado, un delfín sin piscina.

Ha sido el propio alcalde el que le ha dejado políticamente desnudo. De la Torre ha pontificado. Sus frases de «en la vida no sólo hay que ser ejemplar y honesto, sino, además, parecerlo» o «es esencial transmitir la imagen de seriedad, rigor y honestidad en todos los actos y los hechos» son auténticas sentencias más allá de lo que cada uno quiera entender. Mes y medio después de haberlo colocado a su derecha y en disposición de asalto, el propio De la Torre deja a su delfín con la única alternativa de tomar lo antes posible el camino más corto entre el despacho y su casa.

La carrera política de Manuel Díaz, despejada hasta entonces, ha dado un vuelco que amenaza con enterrar sus ilusiones de convertirse en el delfín de De la Torre y quedar como un delfín varado.

Todo comenzó a cambiar a mediados de febrero cuando saltó a la luz pública que un juzgado investiga posibles irregularidades y un posible cohecho en la concesión de la gestión de la piscina de Puerto de la Torre, que de entrada salpicaba directamente al concejal.

Quizá si se hubiese dejado aconsejar por Elías Bendodo, éste le hubiese recomendado que actuase según una de sus máximas, aquel aforismo de Aristóteles que reza que el hombre es esclavo de sus palabras y dueño de sus silencios. Pero Manuel Díaz, sin curtir por los golpes que propicia la política, ha optado por sacarlo todo a la luz, por no dejar ningún papel sin guardar, y eso le ha hecho frágil, esclavo, que diría Aristóteles de su exceso de transparencia. Ahora la carrera política de Manuel Díaz parece valer muy poco y contar menos. Sin nada irregular en su gestión, Díaz puede caer, víctima de sus modos incautos. Otros, con el zurrón político más manchado seguirán e incluso sonreirán.