A George S. Moore no se le vio llevando a sus chiquillos a las fincas ni vestido de mantilla en un entierro. Su capital centuplicaba el de las fortunas más atildadas de la Costa del Sol, pero, aun así, jamás se comportó con la histeria y la suntuosidad ibérica de los hijos de constructores, ganaderos y rentistas que posteriormente tomarían las llaves de la provincia. Lo suyo eran los palos del golf y el reflote de compañías, al que se dedicó, incluso, cuando competía en longevidad con la mismísima independencia cubana.

El banquero que se afincó en Marbella tenía mucho que ver todavía con el joven de Missouri que se pagaba los estudios con la venta de miel, aunque lo disimulaba muy bien. Ni siquiera la abeja reina habría podido cumplir con las exigencias que le planteaban sus días en la costa, donde compaginaba el descanso cono una actividad que hubiera descabalado al ejecutivo más en forma de Wall Street. Cuentan las crónicas de la época que Moore era capaz de cenar en Nueva York, almorzar en Madrid y montar en su avión privado para cenar y descansar en su casa malagueña. Todo para no perder comba de los negocios y de un destino que, ya desde antes de jubilarse, le resultaba extraordinariamente simpático, irresistible en ese tiempo, quién lo diría, para las celebridades más distinguidas de su país.

Jubilación en movimiento

Pensar en el magnate estadounidense como en un septuagenario abandonado a las delicias más exclusivas de la tercera edad es falsearle el músculo a un hombre que consideraba dormir más de cinco horas poco menos que una soberana estupidez. A finales de los setenta, Moore ya no era el presidente histórico de Citibank, pero su vida estaba todavía muy lejos de los paseos solitarios y la nostalgia empolvada de los triunfadores de otra época, de otro sol. Sus dedicaciones saltaban desde la actividad humanitaria al negocio puro y duro, que mantenía en calidad de consultor de las grandes multinacionales. Durante su retiro en Marbella, el hombre que renovó la banca estadounidense aún tuvo tiempo de determinar la venta de Galerías Preciados y ensayar la reanimación de unos grandes almacenes españoles con emisarios de Bloomingdale’s.

El campo magnético del éxito

La presencia del multimillonario en Marbella, donde fijó su residencia predilecta, significó una hilera de nuevas candilejas para iluminar la Costa del Sol. George S. Moore no sólo era el banquero más relevante de las últimas décadas, sino además el presidente de la Ópera Metropolitana de Nueva York. Su cartera de clientes incluía a los reyes de España. Representaba los intereses de la familia Onassis en Estados Unidos, donde era capaz de abrir más puertas que el presidente de la nación. ¿Se acuerdan del efecto Michelle Obama? Prepárense para multiplicar. El magnate imantaba el turismo de alta gama, pero lógicamente también el cuño del dólar, que se puso a tiro de los políticos regionales en más de una ocasión.

La casa de Sotogrande

Alejado del tópico del aislamiento, Moore fue un habitual de las fiestas proustianas que tanto prolongaron la fama de la Costa del Sol. A él le toco dilatar el buen nombre del destino en un momento en el que el cemento se empezaba a soldar a los dedos de personajes brutos y catastróficos, la precuela de todos los Gil. El banquero hizo lo que muchos de su cenáculo, prorrogar el paraíso hacia Sotogrande, que le recuerda como una de las figuras esenciales de su marca turística y su fundación.

Viento de Nueva York

El ricachón estadounidense se hizo amigo en sus últimos años andaluces de Jaime Ortiz-Patiño, con el que acostumbraba a medir su habilidad en el golf. La audacia de Moore, junto a todo lo demás, se apagó con el cambio de milenio. El gran banquero de América desapareció a los 95 años, a apenas unos kilómetros de la Marbella que le había servido de paraíso, de escala reposada para un trayecto semanal que incluía grandes cifras, reuniones, vuelos metalizados y bailes de salón. Nadie trajo nunca el aire tan fresco del corazón de Nueva York.