La cara contra el cristal. La lluvia y su redoble sobre la playa. Una postal tristísima, alejada de la luz y del columpio, de los pies descalzos. Ingrid meditabunda, ominosa, terrible. Su marido de espaldas, con un cigarrillo en la boca, casi en blanco y negro, callado. La risa remota de otras habitaciones, de otros cuerpos, fragmentos de conversaciones en inglés, el azote del viento sobre la hierba. Habían escapado del país del frío. Se creían a salvo de la pátina polvorienta del norte, de la urgencia de las nubes.

Era Ingrid y Lars, pero también Ingrid y su dolor y Málaga y la falsa primavera. Puede que fuera cosa de las rubias. De recomendaciones chatas, hiperbólicas. La provincia convertida en un trozo de las Antillas. Sin una hora de invierno, de sofoco.

La actriz aterrizó en Málaga el 6 de marzo de 1962. Hizo lo que hacían todas las estrellas de la época. Recoger las maletas, buscar un automóvil y acelerar hasta Torremolinos. El hotel Pez Espada convertido en su refugio. Como el de la emperatriz de Persia. Como el del polémico Sinatra.

Habían reservado una quincena. Un margen generoso, lo suficientemente armado como para convocar al entusiasmo y que éste extendiera su carpa dichosa a los siguientes veranos. La Costa del Sol contaba con todo para seducir a Ingrid Bergman, pero a la musa le dio por sacar su lado más voluble, impaciente, menos sueco. Las divas y sus silencios. Toda una modalidad psicológica.

Rarezas y Mediterráneo

La Bergman que llegó a Torremolinos ya no creía en los cuentos italianos. Puede que su desapego con la provincia participara de un rechazo sobrevenido a la cultura mediterránea. Se había separado de Rossellini. Probaba suerte con Lars Schmitd, un carácter más seco y prusiano. Los dos soñando con unas vacaciones canónicas, de paraíso con sol y con arena y con toalla. Todo lo que no tuvieron. Salvo lo último, entregado como una balleta a tareas otoñales. El mal tiempo. La lluvia. Imponente. Continua. Durante tres días. Una de esas rarezas que suceden de vez en cuando en Málaga y arrecian contra los paraguas. Algunos de ellos nobles, inconsolables.

La barriga estelar del pez espada

A Ingrid le dio por juntar las cejas. Se enfurruñó más que el firmamento, que el vapor de la ventana. Le habían prometido sol y no quiso esperarlo. Agotó literalmente el plazo preventivo, las 72 horas. Justo entonces puso cara de hartazgo, de bandera blanca. Se largó sin atender las recomendaciones. Del brazo de Lars. Con impermeable. Quizá tropezó por los pasillos con Anthony Quinn. Ambos llegaron el mismo día a Málaga y se hospedaron en el hotel Espada.

La indolencia del actor

La misma lluvia, distinta respuesta. Si a la actriz es difícil no encontrarla entre cortinas, cavilosa y pálida, a él se le proyecta con la alegría del buen zángano, felizmente arrebujado entre sillas de bambú, con un libro y un cóctel, esperando que la tormenta amaine. Anthony Quinn tuvo toda la calma que le faltó a la estrella. Se preparó para acechar a la primavera, le importó un pimiento que el cielo se abrumara. Más tarde se subiría, incluso, a los tablados. Con espíritu olímpico, vacacional, simpático.

El paradigma sueco

La diva se perdió la Costa. Como contrapartida ganó un nuevo tono en sus ojeras especialmente indicado para papeles como el que le propondría su compatriota homónimo, el gran Ingmar Bergman, que la reclutó para Sonata de otoño. Un nombre valleinclanesco, ideal para describir su toma de contacto con la provincia, su paraíso perdido, quién sabe. La frustración justo en el momento mejor articulado, cuando la Costa del Sol caminaba hacia el paradigma sueco. Y no sólo por las rubias, sino por la atención de las autoridades. La provincia se había convertido diez años antes en el primer destino certificado para la seguridad social nórdica. Si alguien enfermaba, la administración le enviaba a Málaga. Como si fueran los viejos balnearios. Tenía que ser Ingrid. Tenía que apellidarse Bergman. La única sueca triste en la historia de Torremolinos.