La iglesia de bambú detrás de las brasas. Un trozo de pescado crudo al lado de los boquerones. El sake y la caña. La geisha y los verdiales. La Costa del Sol no tiene un parentesco natural con Japón, pero la vida es distinta en la cabeza de un superagente. Si eres un espía, puedes hacer lo que quieras. Bond, James Bond. Sean Connery y su debilidad por la provincia. La magia del cine. Suficiente para una ficción doble, tan sutil como para que Torremolinos fuese un bosque y el bosque a su vez pasara por asiático. Y que nadie notara nada. Ni siquiera los jardineros.

Parecen los atributos naturales de una producción cutre, sin presupuesto, con afán autoparódico. El agente 007 se muda a España y le dice a los espectadores que está en la isla de Kurosawa. Así de sencillo, aunque, claro, con un poco más de trabajo. Dinero, por supuesto, no faltaba. No fue precisamente una película cualquiera, sino Sólo se vive dos veces, con guión de Roald Dahl, el de la fábrica de chocolate, la última de la primera etapa, la única verdaderamente aristocrática, del popular espía británico.

La alternativa a la alternativa

El cielo de Torremolinos en un título de James Bond. Y sus árboles, la mayoría convertidos ya en ladrillo turístico y urbanizaciones. ¿Una imperdonable confusión geográfica? ¿Un traslado esperanzado con una gran fiesta final? No y sí, aunque no lo suficiente para justificar la rareza. Málaga se transformó en Japón, por un accidente, pero también porque los tiempos eran muy distintos. Tanto como para que la Costa del Sol mantuviera tierras vírgenes y la distancia con Asia no fuese sólo tecnológica y monetaria, sino además jurídica. Cosas del franquismo y del subdesarrollo.

En 1967 grabar en un bosque japonés no resultaba fácil. De nada valía el magnetismo del 007, las autoridades se mostraban invencibles. La producción, que planteaba una persecución sobre las copas de los árboles, se quedó sin permisos. Buscaron alternativas. Buscaron y encontraron, al fin y al cabo se trataba del mismísimo Bond, James Bond. Fue entonces cuando ocurrió el accidente. El fotógrafo encargado de las imágenes aéreas perdió una pierna y se despertaron los demonios. Se requería un nuevo emplazamiento. Tranquilo, de garantías y con las autoridades lo suficientemente bananeras como para hacerse las suecas y seguir con su naturaleza de gerifaltes achaparrados.

La alegría del traslado

A Sean Connery le bailaron las pestañas. La película ofrecía una coartada inesperada para volver a lo que en los sesenta se traducía en un paraíso. Y no por condescendencia, sino porque olía a paraíso, funcionaba como paraíso, y aparentaba la cadencia de una eterna fanfarria. Todo el mundo quería venir a Torremolinos. Y más con un subterfugio. Y con los gastos pagados.

La batalla de Málaga

En la cinta el cambio es casi imperceptible. Se pasa del verde de Japón al de la Costa del Sol, sin que esto último fuera necesariamente contradictorio. Las escenas se completaron en el aire de Málaga. Mientras los veraneantes se untaban de cremas, el cielo estallaba literalmente. Con fuego y helicópteros. Y con el reparto de la superproducción. En la época en que la naturaleza reemplazaba a los solares.

El peñón de la remota Asia

La experiencia de Málaga animó al rodaje. Sólo se vive dos veces, dirigida por Lewis Gilbert, es un título mayor del 007, pero también un ejemplo prodigioso de transformismo geográfico. Si Torremolinos fue Japón, Gilbratar podía ser cualquier cosa. Y de hecho así sucedió. Nada menos que Hong Kong, para desconcierto de los monos. Sean Connery en su duty free y batiéndose con asiáticos, en el mismo lugar en el que le ponían por delante una pinta y los goles de Lineker.

La provincia tuvo a su James Bond y no únicamente de vacaciones. El superagente en Málaga a la caza de motores japoneses. La solución fue grata para todos. El público no advirtió el cambio. Y los trabajadores tuvieron su fiesta. Con mucho mejor clima que en Tokio. Y el mar amodorrado en sus siglos de historia clásica. La misma que quizá también ocurrió en Torremolinos en la cabeza de un superagente.