Sus ojos de flora ardiente, su melena interminable. Sucede, podría suceder, en cualquier cruce de San Pedro Alcántara. Una mujer serena, elegante, parecida a una versión nórdica de Chavela Vargas, difuminada en el anonimato. Su popularidad dormida en la garganta. En un solo grito, en una sola nota, comenzaría la exaltación, la leyenda. Alice Babs, no una vecina entrañable de la Costa del Sol, sino también la historia viva del jazz, la que hace que tiemblen los cartelones de los festivales, las puertas de los teatros.

Han pasado casi cuarenta años desde que los músicos la saludaban como un milagro. El milagro sueco, que no dejó de ser sueco ni siquiera con la fama. Al más puro estilo de la época, contrapartida gloriosa del mundo que pregonaba Alfredo Landa, sí, vinieron las rubias y las suecas, pudo elegir entre el sol de California y los campos de lavanda de Marsella o Avignon, pero se decantó por la provincia, donde vive sin que le pidan autógrafos los camareros ni los vendedores de las inmobiliarias.

La Costa del Sol tiene estas cosas. Pierde su sobriedad con actores de tercera y apenas se acerca a las entradas de la enciclopedia, lo que para estas todavía resulta una ventaja. Aunque su trayectoria y su talento dé para postrar a un estadio, a una pirámide de cámaras.

El encuentro con América

Alice Babs no sólo fue una estrella, sino también una rareza, una voz providencial, casi un relámpago. Cuando Duke Ellington la oyó se le salieron los dientes del piano. Fue la primera vez que la cantante pisó Estados Unidos, en una gira con un guitarrista y un violinista, todos de Suecia, lo que, en principio, no resultaba demasiado atractivo para el circuito jazzístico estadounidense. Sin embargo, su manera de cantar reventó los prejuicios, como reventaría tantas otras cosas, el propio timbre del género, de las subidas, de las escalas. ¿Exageración? Lean al propio Ellington, que cada vez que tenía que sustituirla contrataba hasta a tres cantantes para imitar lo que salía de su garganta, un pájaro incontenible, como el flamenco, en los límites del lenguaje. «Tiene un talento desmesurado. Canta todo lo que oye y ve, Bach, ópera, jazz...», escribió.

Mucho antes de su colaboración con el pianista, Alice Babs, nacida con el nombre bastante más bergmaniano de Hildur Alice Nilsson, ya era una celebridad, aunque, eso sí, de ámbito restringido a los países nórdicos. Había sido la primera cantante en representar a su país en Eurovisión, despuntaba con una precocidad casi de niño cantor, como Joselito, aunque en estructuras que contenían a Handel, a Wagner.

El mágico final de los sesenta

La chica rubia que cantaba ópera se especializó en la calidez del saxo, en los matices del swing, que dominaba con elasticidad de ángel. Duke Ellington la quería a su lado, incluso, en la grabación de dos de sus Sacred Concerts, que retocó, en buena medida, para ajustar a las nuevas posibilidades que le ofrecía el manantial sueco. Fue a finales de los sesenta, justo cuando el landismo se encrespaba el pelo de las pantorrillas para perseguir a sus compatriotas. ¿Sería ya entonces Babs una visitante asidua de la Costa? ¿Balbucearía en la ducha de los hoteles alguna pieza de Bizet, una misa de Monteverdi?

El club, la actividad de Marbella

Si la rubia del jazz frecuentaba Marbella, lo hacía con una discreción que poco tenía que ver con los modelos y la suntuosidad de las actrices de Hollywood. Ni una sola noche en compañía del cristal y del terciopelo, ni una actuación privada para el palco de los famosos. Hasta que llegaron los noventa y entonces Babs, definitivamente convertida en leyenda, se soltó la trenza para el desparrame de los aficionados.

En 1992, mientras la cresta de Curro, el insoportable Curro, peinaba la Expo, la cantante fundaba un club de jazz en Marbella. Lo hacía de la mano de Brian Parker, exbajista, arquitecto y director de un programa radiofónico en inglés con bastante audiencia entre los visitantes de la Costa del Sol. Sucede, podría suceder, que fueran alguno de ustedes. Abrir la puerta de un restaurante, en un día lluvioso, de errancia por la provincia, y encontrarse con las flores de Alice, con la madriguera de su garganta.