Fue el John Lennon del deporte, el ídolo de la juventud y de las casamenteras. Agarró un juego que se moría de frío, le quitó una a una las raspas de los prejuicios, del corbatín, de las pamelas hasta convertirlo en una cosa de sudor y muchedumbre, elegante y ruda, como el rock sinfónico. A Björn Borg se le recuerda en todas partes con sus raquetas de madera y su melena a lo Deep Purple, salvo en Marbella, donde no pasó por la peluquería, pero sí por otra clase de mentideros: fiestas, recepciones y baños de champán, baños de oro, la volea cerca de las nubes de la vida alegre.

Al supercamepón de tenis no es difícil imaginárselo en la Costa del Sol, sobre una silla de terciopelo, con la musculatura todavía vibrante, como un gladiador en un ataque de melancolía, mientras la toalla del Gran Slam se deshacía en la chimenea. Borg vivió en la provincia durante cuatro años y la experiencia podría identificarse como algo parecido a la jubilación. En cierto modo lo fue, sólo que el deportista no estaba para meter los tobillos en una cubitera, sino más bien para sacarlos al fuego: tenía 26 años y una de las grandes fortunas que se han visto por esta tierra. Demasiado sugerente para pensar en la piscina y en los algodones del encierro.

La celebración de Marbella

El Borg que llegó a Marbella estaba en la cúspide de su carrera. Había batido todos los récords, mantenía intacta su fama de superhombre, de coloso, de fortaleza psicológica. Sus compañeros hablaban de él como de un jugador de otro planeta, la prensa señalaba su carisma, sus complementos. Dicen que cada vez que jugaba cerca de un colegio, la organización pedía a las autoridades que controlara a las damiselas. Nadie hacía sombra a su popularidad y tampoco a su currículum. Arropado por tres victorias consecutivas en los dos grandes torneos, Roland Garros y Wimblendon, hito que todavía pesa en el saque de Nadal, de Federer, de todos los que le sucedieron. Con estas credenciales no es de extrañar que su boda, en 1980, se convirtiera en el acontecimiento rosa y extrarrosa de la década, con miles de aves carroñeras apostadas en el salón, llegadas desde todos los países del mundo en los que importan todas estas cosas, que no son la mayoría, pero sí los que salen más a menudo en la tele.

La fama del Puente Romano

Borg tenía dinero para casarse donde quisiera. Podía haber comprado la Antártida, donde viven los hombres de hielo. Pero no. Optó por Marbella y, concretamente, por el hotel Puente Romano, que aún recuerda la fiesta como la verdadera catapulta de su prestigio, de su etiqueta. Seguramente no faltaron gambas ni aceitunas ni morbo; el tipo de la melena rubia se había casado con la tenista rumana Mariana Simoniescu y en los bolsillos del frac sonaba el murmullo de las monedas, de la carrera en paralelo de los anuncios, de los carteles.

El contrato en la provincia

De la ceremonia se sabe poco, pero tal vez lo suficiente. El espumoso debió correr como la lava, tanto como para derretir el témpano de Borg, que se comprometió a liderar el club de tenis del hotel durante los próximos cuatro años. Con un contrato multimillonario, eso sí, tampoco era la cuestión de perder en la misma noche el celibato y la cabeza.

Retirada y regreso

La oferta, sin duda, era un caramelo para una estrella en retirada, pero Borg, al menos por edad, estaba muy lejos de colgar el traje blanco, de poner en remojo la muñequera. Ese mismo año, después de lo de Marbella, se proclamó de nuevo ganador de Roland Garros. Luego debió advertir que la vida resultaba mucho menos esforzada entre las olas y las palmeras; en 1981, con apenas 26 años, dijo que se plantaba y le proporcionó la mayor alegría del lustro a su colega John McEnroe. Muchos se peguntan qué habría sido de la historia del tenis si Borg no se hubiera replegado tan temprano. Aunque, claro, hay que entenderle. En el Puente Romano hacía calor y se vivía como un césar. Este verano el tenista volvió a la Costa del Sol y miró con nostalgia a su etapa de los ochenta: su raqueta en la red de los espetos.