El dibujante catalán Aleix Saló, el autor del impagable tebeo Españistán, vuelve a la carga con su peculiar versión de la reciente historia económica española con Simiocracia.

Uno de los capítulos más mordaces es el que analiza el efecto Guggenheim, la histeria colectiva que recorrió la espina dorsal de centenares de alcaldes españoles porque su ciudad tuviera una obra simpar de un arquitecto de moda, que son los que más cobran.

La idea es que estos hitos de la arquitectura moderna se convirtieran en un referente (palabra fetiche de todo político) y que su sola presencia irradiara el mismo bienestar económico que el Museo Guggenheim en Bilbao. De este modo, se conseguiría poner en el mapa (otra expresión fetiche) a la ciudad o pueblo ignoto.

Con este esquema tan simplista, ayuntamientos, diputaciones y comunidades autónomas echaron la casa por la ventana en busca de una obra emblemática al precio que fuera. El resultado lo pagaremos esta y las generaciones siguientes.

Y como la burbuja inmobiliaria tardó en estallar, los sevillanos y visitantes ya pueden disfrutar desde el año pasado de una plaza llenas de setas gigantes de madera, con un coste que supera, con mucho, el de un camión de trufas: 100 millones de euros.

En Málaga la búsqueda de hitos referenciales ha tenido un recorrido muy dispar. Hay que destacar, por ejemplo, el temprano paseo del autor del Museo Guggenheim por aguas del puerto de Málaga –una bienintencionada iniciativa de Aesdima, un modélico colectivo privado– que naufragó en las aguas del bodevil burocrático. Si la idea hubiera partido de los políticos, hoy tendríamos un indudable hito arquitectónico que nos habría costado un ojo de la cara.

El caso es que en Málaga también se buscó el efecto Guggenheim, en concreto algo grande y caro que consiguiera «ponernos en el mapa», por eso se plantearon ideas de lo más variopintas.

Entre ellas, recordemos la idea de construir una gigantesca escultura de inspiración picassiana al final del puerto, una enorme torre de comunicaciones y cómo olvidarnos de una idea que –era tal su grado de desquiciamiento– que tenía grandes posibilidades de prosperar: Se trataba del puente sobre la bahía de Málaga, una suerte de circunvalación para trenes, coches y paseantes que destrozaría para siempre nuestro horizonte marítimo, hasta ahora sin depredación urbanística.

Fracasados estos intentos por tener obras de arquitectos de relumbrón, nuestras administraciones optaron por referenciarse a ellas mismas con obras que no suponían un ejemplo de contención del gasto ni eficacia. La Diputación, entonces en manos socialistas, y la Gerencia de Urbanismo, con un equipo de gobierno popular, se sacaron de la mangas sendas sedes desproporcionadas y disparatadamente caras.

A falta de un puente de Calatrava o cualquier ocurrencia multimillonaria, contamos con las sedes de la Diputación y Urbanismo para recordarnos los años pasados de despilfarro y burbujas. Con nosotros seguirán este siglo XXI, como recordatorio de lo que unas administraciones responsables no deben hacer. (Mañana hablaremos del hotelito de Moneo).